¿Profecía verdadera o falsa?


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A medida que van pasando los días y la pandemia del Covid-19 sigue su curso, ya se va empezando a hablar del desconfinamiento. Y, naturalmente, surgen las dudas: ¿cuándo sería útil proceder al “desescalamiento”? ¿En qué condiciones? ¿Hay que tener en cuenta aspectos como la territorialidad, la edad, la sectorialidad laboral? Ante esta situación, el Gobierno siempre echa mano de los “expertos”, los “científicos”. El problema es que muchas veces se tiene la sospecha –mejor dicho: la constatación– de que esos expertos que asesoran a los gobiernos dicen exactamente lo que los gobiernos quieren escuchar. La prueba es que se pueden encontrar dictámenes de expertos en un sentido y en el contrario.



Esta situación recuerda extraordinariamente la de la profecía en el antiguo Israel. En efecto, en el contexto del Próximo Oriente antiguo, la profecía empieza siendo cosa de “funcionarios”, especialistas que están al servicio del rey y sirven como intermediarios entre los seres humanos y los dioses. Así, los “profetas” comunican al monarca el designio de los dioses a propósito de cuestiones tan variadas como la participación en una batalla, la edificación de un santuario o un palacio, el ofrecimiento de determinados sacrificios, etc. Como puede imaginarse, en muchos casos, esos designios coinciden casi milimétricamente con los deseos del rey.

Profetas (falsos)

En la época clásica de la profecía de Israel, cuando los profetas adquieren una dimensión más carismática y menos “funcionarial”, más libre y menos complaciente con las expectativas del monarca, también somos testigos de la polémica entre la profecía verdadera y la falsa.

En este sentido, uno de los profetas del Antiguo Testamento –Miqueas– denunciaba, allá por los siglos VIII-VII, a aquellos profetas (falsos) que pronosticaban cosas buenas a cambio de vino y licores (2,11) o que gritaban paz cuando alguien les ponía algo en la boca, si no, les declaraban la guerra (3,5).

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Cuidado con aquellos mensajes excesivamente triunfalistas, no vayan a ser lisonjas para oídos complacientes. Quevedo lo dijo así: “Pues amarga la verdad,/ quiero echarla de la boca;/ y si al alma su hiel toca,/ esconderla es necedad”.