¿Presunción de inocencia?


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Es evidente que hoy la presunción de inocencia está de moda. La responsable es María Jesús Montero, vicepresidenta de Gobierno, ministra de Hacienda y otras cosas más (¡qué capacidad de trabajo!), que en un mitin de partido en Málaga la llegó a negar. (Días después retiró sus palabras y pidió disculpas, para, a continuación, venir casi a ratificarse en ellas.) Según la ministra, y a propósito del caso Dani Alves, la palabra de una mujer joven (¿vieja no?) debería tener precedencia sobre la presunción de inocencia del acusado.



La verdad es que no es fácil asistir al triste espectáculo de una ministra del reino de España desconociendo uno de los principios fundamentales no solo de la Constitución española, sino del derecho en las sociedades democráticas, tal y como lo reconocen multitud de tratados internacionales, entre ellos, por ejemplo, la Declaración Universal de los Derechos Humanos, de las Naciones Unidas: “Toda persona acusada de delito tiene derecho a que se presuma su inocencia mientras no se pruebe su culpabilidad, conforme a la ley y en juicio público en el que se le hayan asegurado todas las garantías necesarias para su defensa” (art. 11,1).

vicepresidenta de Gobierno, ministra de Hacienda

En todo caso, el asunto me ha llevado a pensar en cómo se comporta Dios con nosotros: ¿nos concede la presunción de inocencia? Y hay que decir que mucho más que eso, porque el Señor no es que nos considere inocentes hasta que se demuestre que pecamos, sino que nos ama antes, durante y después de que hayamos pecado. Es lo que san Pablo afirma en la carta a los Romanos: “En efecto, cuando nosotros estábamos aún sin fuerza, en el tiempo señalado, Cristo murió por los impíos; ciertamente, apenas habrá quien muera por un justo; por una persona buena tal vez se atrevería alguien a morir; pues bien: Dios nos demostró su amor en que, siendo nosotros todavía pecadores, Cristo murió por nosotros” (Rom 5,6-8). Un razonamiento que llevará al Apóstol a la conocida y paradójica expresión de que “donde abundó el pecado sobreabundó la gracia” (v. 20).

Comportamiento ejemplar

Y es que Dios, aunque muchas veces nos cueste reconocerlo, es así. Un Dios que, por ejemplo, se trasluce en el comportamiento de Jesús en su encuentro con la adúltera (Jn 8,2-11), a la que perdona antes de decirle que no vuelva a pecar; o en el padre de la mal llamada parábola del hijo pródigo, que, con las entrañas conmovidas –como una madre–, sale corriendo de su casa a recibir al hijo perdido que vuelve a casa (cf. Lc 15,11-32).

No es que Dios nos considere inocentes, sino que su amor es capaz de transformarnos para hacernos verdaderamente inocentes.