Entre esas palabras que suelen desgastarse por eslóganes vacíos, está la corrupción, que muchas veces deriva en frases para engañar y conseguir adeptos a causas políticas, pero sin la más mínima intención de erradicarla.
- WHATSAPP: Sigue nuestro canal para recibir gratis la mejor información
- Regístrate en el boletín gratuito y recibe un avance de los contenidos
En realidad, sobran ejemplos al respecto; al menos en Latinoamérica, la corrupción se ha convertido en parte del discurso del establishment de la clase política y, por parte de los ciudadanos, en el imaginario colectivo. Incluso como una dupla que parece irremediablemente unida: la política es sinónimo de corrupción.
El problema es que, cuando la política es corrupta, pierde su sentido primario de bien común y expresión de caridad, se desdice, y se termina por minar cualquier ámbito en el que es necesaria la sana política, por ejemplo, en la democracia, los asuntos públicos y toda forma de organización que implica acciones colectivas y comunes.
Jorge Mario Bergoglio, en un libro reeditado tras la elección de marzo de 2013, da algunas pistas de lo que significa ser corrupto y bien vale la pena retomar sus ideas en esa lógica de mantener el legado del Papa Francisco.
Sobre todo, con la intención de ver qué tanto hay de esa corrupción en cada uno, y cómo es posible comenzar un esfuerzo común para combatirla, o al menos no replicarla.
Pecadores si, corruptos no
“El corrupto ha construido una autoestima basada en actitudes tramposas, camina por la vida por los atajos del ventajismo a precio de su propia dignidad y la de los demás. El corrupto tiene cara de yo no fui, “cara de estampita” como decía mi abuela. Merecería un doctorado honoris causa en cosmetología social. Y lo peor es que termina creyéndoselo”.
Dos ideas clave: el terrible aparentar de honradez cuando la realidad es otra, y el autoengaño de limpieza y pulcritud que solo corroe la conciencia.
“El corrupto suele perseguirse de manera inconsciente, y es tal la irritación que le produce esta autopersecución que la proyecta hacia los demás y, de autoperseguido, se transforma en perseguidor”.
No solo se cree honesto. El corrupto considera que quien dude de esta honradez es enemigo, y por tanto justifica cualquier acción en esa irritación de defenderse. No es solo aparentar sino imponer a los demás la pseudo honradez, cuando la honestidad no es un decreto.
“Los corruptos proyectan su propia maldad en los otros”, es decir, acusan al otro de lo que ellos mismos son capaces de hacer o incluso hacen. Una doblez sin escrúpulos.
“La corrupción lleva a perder el pudor que custodia la verdad, el que hace posible la veracidad de la verdad”. No les importa mentir, no les importa ser descubiertos en la mentira, no les interesa la verdad que no se ajusta a su versión. Siempre hay otra pseudo verdad, aunque sea post verdad.
“El corrupto no conoce la fraternidad o la amistad, sino la complicidad. Para él no vale ni el amor a los enemigos o la distinción que está en la base de la antigua ley: o amigo o enemigo. Sino que se mueve en los parámetros de cómplice o enemigo”. Y yo agregaría: mayoritariamente todos son enemigos.
“La corrupción no es un acto, sino un estado, estado personal y social, en el que uno se acostumbra a vivir”.
El llamado es a la conciencia
En todas estas listas de ideas, seguro han pensado en muchos nombres, en muchas situaciones, porque los corruptos tienen la característica de hacer mucho ruido y exhibir su desprecio e instrumentalización de los pobres.
No obstante, la tarea no solo debe ser reconocerlos, sino sobre todo no seguirles dando espacios. En temas de corrupción no hay mal menor ni malo conocido; relativizarlo es, precisamente, parte del problema.
Por ello, estar atentos frente al riesgo de anestesiar la conciencia, normalizar la corrupción y claudicar en ideales que siempre serán necesarios y urgentes.
Por Rixio G Portillo R. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey.
Libro citado:
Jorge Mario Bergoglio S.J. Corrupción y pecado. Editorial Claretiana. Año 2024. Argentina
