Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Pegasus y el salmo 139


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Me encanta disfrutar de mi anonimato y pasear por las calles sin que nadie me conozca. No es que tenga nada que ocultar, pero no ser conocida me permite reservar mi dimensión más personal solo para mí y para quienes voy dejando entrar en mi historia y en mi vida. Estos días, cuando la polémica sobre ‘Pegasus’ convierte la actualidad política en una película de espías propia de la época del telón de acero, una servidora agradece de modo especial poder pasar inadvertida y que a nadie le interesen las conversaciones que puedo mantener o los datos que se puedan extraer de mi teléfono.



La huella en la red

No soy ingenua. Sé que vamos dejando huellas por internet y que es fácil seguirnos la pista. De hecho, tengo la paciencia de rechazar las ‘cookies’ de cada página web que visito. Aun así, dudo que yo forme parte de la lista de personas de los que interesa tener alguna información. Más allá de las consecuencias políticas que pueda tener, esta polémica, me lleva a preguntarme una vez más por ese difuso límite entre estar protegidos y estar vigilados. ¿Qué marca la diferencia entre una y otra realidad? ¿Somos conscientes del modo en que otros pueden acceder a nosotros? ¿Hasta dónde la seguridad legitima ser controlados?

Se supone que es la finalidad lo que diferencia la protección de esa vigilancia que vivimos como negativa. Si la primera busca cuidarnos y evitar el mal, la segunda pretende dominar y controlar, por más que los medios utilizados para cada cosa puedan ser los mismos. Dándole vueltas a esto, me acordaba de alguien que me dijo que le producía agobio el salmo 139. Eso de que “sabes cuándo me siento y me levanto” o que “todas mis sendas te son familiares” le resultaba una especie de acoso angustioso del que no había manera de librarse. Por más que el salmista intentara transmitir que a Dios no le resulta indiferente nada de cuanto nos sucede y que, en ese saberlo todo, nos abraza, nos acoge y nos cuida, no es extraño que nuestros discursos religiosos, esos que proclamamos con palabras y sin ellas, hayan transmitido todo lo contrario.

Ese “ojo que todo lo ve”, que hemos grabado a fuego en el imaginario de muchas personas, se parece a un ‘Pegasus’, que se cuela sin permiso en nuestra intimidad y pretende cazarnos en el error. En cambio, somos invitados a ir contagiando esa intuición creyente que no descubre amenaza sino cuidado amoroso al sentirnos acompañados y conocidos por dentro más y mejor que nosotros mismos. Porque el empeño divino ¿no estará más en abrazarnos que en controlarnos? ¿En cuidarnos más que en vigilarnos?