Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Para verte mejor…


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No es un descubrimiento nuevo para mí que, en cuestión de arte, tengo una cierta querencia hacia el románico. Me gusta la sobriedad que le caracteriza, la piedra y el modo en que apunta a la experiencia creyente sin aspavientos ni filigranas, con la firmeza y la austeridad que, en la vida cotidiana, acompaña nuestra fe. Este ha sido el contexto artístico en el que he podido disfrutar de la liturgia monacal con las Benedictinas en el monasterio de San Salvador de Palacios de Benaver, en Burgos. Ahí hay un Cristo románico que, por obvios motivos, llaman “el de los ojos grandes”. Después de un complejo proceso, los artesanos de la restauración pudieron liberarle de hasta seis capas de retoques de otras épocas, y llegar a la talla originar del s. XI. Entre los cambios estéticos que habían introducido en la imagen, uno de ellos me llamó especialmente la atención: le habían cerrado los ojos.



¿Por qué cerrarle los ojos?

Seguro que es una cuestión de gustos según la época, pero eso de cerrarle los ojos a una escultura que, precisamente, llama la atención por el tamaño de estos, no deja de ser curioso. Me resultaba inevitable pensar en todo aquello que somos capaces de decir con la mirada y cómo los ojos juegan un papel esencial en las relaciones humanas. A través de ellos podemos vislumbrar los miedos, la confianza, la vergüenza e incluso la mentira en la otra persona. No es nada extraño que Jesús dijera que son la “lámpara del cuerpo” (Mt 6,22), porque a través de ellos se nos da acceso a ese oscuro misterio que es siempre el otro y al que nos asomamos con temor y temblor. De ahí que no me sorprenda nada el tamaño desmedido de los ojos de ese Cristo que, como ventanales bien grandes, invita a asomarse a su corazón.

Cristo ojos grandes

Igual eso de haberle cerrado los ojos a la imagen también tenga que ver con lo difícil que nos resulta mantener la mirada cuando parece que esta nos atraviesa, que es la sensación que produce ese Crucificado, porque no es sencillo hacerlo ante ningún sufriente. No es fácil sostener la mirada de Aquel ante Quien preferimos apartar la nuestra, como decía ese misterioso nosotros ante el sufrimiento del Siervo en el cántico de Isaías (Is 53,3). Es más sencillo, sin duda, cerrar unos ojos que, más que suplicar, cuestionan e interpelan. Hay miradas que no nos dejan igual y que nos inquietan por dentro, quizá muy cerca de nosotros. No dejemos de mirar a los ojos, sin caer en la tentación de cerrarlos, como hicieron en algún momento con el “Cristo de los ojos grandes” de Palacios de Benaver.