Nuevo mandamiento: “No photoshopearás”


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El papa Francisco, en su paso por Perú, dijo a los jóvenes que “el corazón no se puede photoshopear” y señaló: “Es muy lindo ver las fotos arregladas digitalmente, pero eso solo sirve para las fotos, no podemos hacerle photoshop a los demás, a la realidad, ni a nosotros”.

Una vez más, Francisco desplegó su capacidad de inventar expresiones y llevó el lenguaje hasta sus márgenes. La imagen era fácilmente comprensible para los muchachos y muchachas que lo escuchaban y que festejaron con algarabía al oír en la boca del Papa esas palabras.

Más allá de las originalidades lingüísticas, el tema es muy serio y merece una reflexión, especialmente en estos tiempos en los que reaparece insistentemente la cuestión de la “imagen de la Iglesia”. A la Iglesia tampoco se la debe photoshopear y, sin embargo, es muy común que se caiga en la tentación de hacerlo. Cuando la Iglesia es criticada desde distintos ángulos, muchos reaccionan recurriendo al famoso photoshop.

El Papa es un ejemplo de todo lo contrario, hace y dice lo que cree que debe hacer y decir sin estar pendiente de las reacciones. No esquiva problemas ni definiciones, y si se equivoca pide disculpas y sigue adelante. No se trata de una “estrategia de comunicación” ni de una manera descuidada de decir, es algo mucho más profundo y de lo cual los comunicadores más cercanos a la Iglesia deberían tomar nota: lo que hace Francisco es comunicar de la misma manera que se comunica en los Evangelios.

En los textos del Nuevo Testamento, ya sea en los mismos Evangelios, como en el libro de los Hechos de los Apóstoles o en las cartas dirigidas a las primeras comunidades, no encontramos ningún rastro de photoshop. En los autores sagrados no se observa la menor preocupación por “la imagen de la institución” y mucho menos por mostrar de una manera uniforme y única los acontecimientos que habían vivido.

Es probable que, si los evangelistas hubieran contado con el asesoramiento de modernos “asesores de imagen”, no hubieran dejado por escrito varias cosas. Por ejemplo el relato de Jesús en el huerto de Getsemaní, o la aceptada proximidad con prostitutas y otros personajes de la peor calaña. Es posible también que se hubiera recomendado borrar la expresión “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado”.

Estos “descuidos” en la presentación de la nueva comunidad son más asombrosos cuando observamos la manera en la que se habla de los mismos apóstoles. No se disimula ninguno de sus errores o defectos, incluso en ocasiones se los subraya. No se oculta que no entendían a su Maestro ni tampoco las rencillas internas por ocupar los primeros lugares. Asombrosamente, el que queda más expuesto en estos señalamientos es nada más y nada menos que Pedro. Un “error de comunicación” inaceptable, si de lo que se trataba era de fundar una institución que se edificaba justamente sobre esa piedra. Más ejemplos: no se oculta el origen de Pablo que participa de la lapidación de Esteban, ni las diferencias entre Pablo y Pedro. Las primeras comunidades exhiben sus problemas internos sin el menor pudor y algunas cartas ponen en evidencia graves conflictos.

¿Qué enseñanza se desprende de todo esto? ¿Se trata de una desprolijidad, propia de una comunidad que no logra organizarse bien ni transmitir correctamente su propuesta? Al contrario, detrás de ese aparente descuido hay un mensaje muy claro: la eficacia de la evangelización no depende del testimonio inobjetable de los miembros de la comunidad; no son una comunidad de perfectos. La vitalidad de la Iglesia es obra del Espíritu, no de ellos, ni de sus virtudes personales. Sus debilidades forman parte del anuncio, por eso no las ocultan, señalan sus limitaciones para que quede claro dónde está la verdadera fuerza.

La lógica de la Pascua

Si somos coherentes con nuestra fe pascual, en cuyo centro está el misterio de la victoria por medio de la más absurda derrota, —“Dios mío, Dios mío, ¿porqué me has abandonado?”— ¿por qué tenemos tanto miedo a nuestras derrotas, a todos esos escándalos (reales o inventados) que nos sobresaltan día a día, y que nos muestran la evidente precariedad del testimonio de los cristianos en el mundo actual? ¿No nos está diciendo Dios algo través de estos hechos?

Es probable que ciertas formas de religión a las que estamos muy acostumbrados estén desapareciendo. Pero eso no es motivo para entrar en pánico, los tiempos de crisis son una constante en la historia del cristianismo. El peligro real es que, al photoshopear la Iglesia, en realidad estamos photoshopeando la Cruz de Cristo. Con argumentos superficiales y frases piadosas, con el pretexto de “defender a la Iglesia”, vaciamos de sentido y contenido real el misterio de la Pascua tal como nos toca vivirlo en nuestros días.

Sí, son tiempos difíciles, ¿cuándo fueron fáciles? Son tiempos para recordar a san Pablo: “Yo me gloriaré de todo corazón en mi debilidad, para que resida en mí el poder de Cristo” (2 Cor. 12,9)