¿Nueva normalidad o anormalidad?


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Durante esta pandemia que padecemos estamos asistiendo a una verdadera explosión de términos y expresiones que nunca habíamos escuchado, como, por ejemplo, “desescalada” (¿no habría sido mejor llamarla, por ejemplo, “atenuación”, “aminoramiento” o “aminoración” de la situación del confinamiento?).



Últimamente estamos escuchando mucho lo de “nueva normalidad”. ¿Qué se pretende decir con esa expresión? Probablemente, que nos encaminamos hacia una realidad o un mundo que será diferente del que conocíamos hasta ahora. La sospecha es que esa nueva realidad va a ser peor, desde que las mascarillas van a formar parte del paisanaje urbano habitual hasta que quizá tengamos que limitar nuestras expresiones de afecto o simplemente de relación, etc. Porque una cosa es que sea algo necesario y otra que sea deseable.

Una “anormalidad”

Si esto es así, entonces esa nueva normalidad habría que entenderla simplemente como una “anormalidad”, ya que habría que resistirse a considerar normal lo que no puede serlo, al menos hasta ahora.

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Sin embargo, cabe entender las cosas de otra manera. Así ocurrió con Israel en el acontecimiento fundacional de su historia. En el Salmo 114 se dice que “cuando Israel salió de Egipto […] los montes saltaron como carneros; las colinas, como corderos” (Sal 114,1.4). Sin embargo, en la epopeya del éxodo leemos también que, en su marcha por el desierto, a Israel le asaltaron muchas dudas. Uno de los textos más llamativos y característicos en este sentido es el siguiente: “¡Quién nos diera carne para comer! ¡Cómo nos acordamos del pescado que comíamos gratis en Egipto, y de los pepinos y melones y puerros y cebollas y ajos! En cambio, ahora se nos quita el apetito de no ver más que maná” (Nm 11,4-6).

Lo “normal” –y por tanto lo “anormal”– no es bueno ni malo de suyo, sino simplemente aquello que se ajusta a una determinada “norma”. ¿Era “normal” que Israel se acordara en el desierto de la seguridad del pan de la esclavitud? Quizá. Pero lo que el Señor le propone es sencillamente un cambio en la situación –habida cuenta de su paso de ser esclavos a ser libres–, en la que lo prioritario no es tanto la seguridad del alimento cuanto la libertad a la que Dios llama.