Mujer e Iglesia: realidades inseparables e indisolubles


Compartir

La temática del rol de la mujer en la Iglesia es de gran importancia, pero a la vez suscita agitados debates. El Papa Francisco ha expresado que: “¡El papel de la mujer en la Iglesia no es feminismo, es un derecho!



Es un derecho de bautizada con los carismas y los dones que el Espíritu le ha dado”.  Y por si a alguien le quedaran dudas, añade: “Las mujeres son más importantes que los hombres porque la Iglesia es mujer. La Iglesia es la esposa de Cristo y la Virgen es más importante que los papas, los obispos y los sacerdotes”.

De Iglesia Colegiada a Iglesia Piramidal

Jesús se aparece a María Magdalena y con tono urgente le dijo: “Ve a mis hermanos y diles: Subo al Padre mío y Padre vuestro, al Dios mío y Dios vuestro” (Juan 20,17). Fue una mujer la primera apóstol misionera.

Mujer e Iglesia quedan configuradas desde este primer momento como realidades inseparables e indisolubles. Sin embargo, ambas, a pesar de “no ser del mundo”, están insertas “en el mundo”. La Iglesia de los primeros tiempos, nacida con un marcado sentido colegial y plural no logró eximirse de la fuerte influencia patriarcal de la cultura greco-romana dominante.

Esto dio lugar al modelo de “Iglesia-Societas-Perfecta Inequalis”, es decir Iglesia jerárquica y perfecta. En esta sociedad perfecta y desigual hay dos clases marcadas: los pastores (activa) y el rebaño (pasiva).  Y así como en la sociedad civil la mujer quedó jurídicamente atada a la “patria potestas”, la figura de María Magdalena, evangelizadora y misionera por excelencia se desdibujó en los ámbitos eclesiales.

La concepción disminuida y discapacitada de la mujer imperante en la sociedad civil se infiltró y conformó la concepción de la mujer en la Iglesia, dejándola “sin voz ni voto” por más de mil años de historia.

El clericalismo: el gran desafío de la mujer en la Iglesia del tercer milenio

En la historia de la Iglesia bajo la hegemonía clerical son demasiados frecuentes los momentos en los que las mujeres fueron las que mantuvieron y sostuvieron a la Iglesia gracias a su fe y a ese “genio femenino” propio de ella: su resiliencia, su capacidad de empatía, su relacionalidad e inagotable solidaridad.

Sin embargo, a pesar de que las mujeres continúan desempeñando varios roles insustituibles en el ámbito pastoral, de formación, educativo y asistencial; a pesar de la presencia de religiosas en los lugares más remotos y desolados del mundo enfrentando situaciones desesperadas de pobreza, violencia y desplazamientos humanos forzados, este patrimonio pastoral de las mujeres no tiene el mismo peso en las decisiones eclesiales ya que carecen de espacios en las posiciones de alta responsabilidad.

Es por ello que el rol de la mujer en la Iglesia no se trata simplemente de una cuestión de número o de cuotas. La Iglesia de hoy nos llama a formar parte activa de una Iglesia sinodal.

Sinodalidad versus Clericalismo

En la Constitución Dogmática Lumen and Gentium del Concilio Vaticano II la Iglesia se presenta como pueblo de Dios. La Iglesia es vista no ya desde el sacramento del orden haciéndola esencialmente jerárquica, sino del sacramento del bautismo como comunidad de fieles donde todo el pueblo de Dios está en posición activa. La condición de fieles trae aparejada la común dignidad de los bautizados haciéndose partícipes de la fundación sacerdotal, profética y real de Cristo.

Sinodalidad hace referencia a un camino hecho en conjunto del pueblo de Dios que peregrina en la historia: jóvenes, ancianos, hombres, mujeres, laicos, sacerdotes, obispos, mujeres consagradas; todos hacia el encuentro del Señor con un espíritu de comunión misionero.

Una Iglesia que busca vivir un estilo sinodal debe encarar una reflexión sobre la condición y el rol de la mujer tanto dentro de la Iglesia como en la sociedad ya que aquella se encuentra en el corazón mismo de esta última.

Debe haber a una interacción entre sidonalidad y la cultura socio-política. Los derechos de las mujeres representan un desafío para la Iglesia, la cual no puede posponer el dar respuestas a los justos reclamos de las mujeres por una mayor reciprocidad entre hombres y mujeres como asimismo ante los flagelos de la discriminación, la violencia de toda índole, los abusos sufridos a diario como a sus aspiraciones y a sus sueños.

Esta Iglesia sinodal llama a salir del clericalismo poniendo énfasis también en la diversidad del pueblo de Dios, al servicio del mundo en busca del bien común. No hay un único modo, proceso o técnica para la sidonalidad.

La Iglesia sinodal invita a ser una Iglesia inclusiva y relacional que escucha atentamente las necesidades de todos sus fieles, especialmente de las mujeres. El Papa Francisco lo ha dejado en claro: ¡la Iglesia tiene rostro de mujer!

A manera de conclusión

El Concilio Vaticano II abrió sus puertas a una Iglesia sinodal invitando a dejar detrás la Iglesia clerical y piramidal. Sin embargo, hay mucho camino que recorrer para alcanzar ese fin. Es necesario un gran espíritu de escucha y de discernimiento.

Como lo ha declarado abiertamente el Papa Francisco, el camino de la sinodalidad es el camino que Dios espera de la Iglesia en el tercer milenio; un claro “signo de los tiempos”. Y nos invita a emprender ese camino sin miedos y con cierta audacia. Esto lo demostró claramente el mismo Papa con el nombramiento de la hermana Nathalie Becquart como subsecretaria del Sínodo de Obispos: primera vez que una mujer tiene derecho de voto dentro del cuerpo colegiado desde su creación hace ya más de cincuenta años.

La sinodalidad permitirá a las mujeres encontrar en la Iglesia un lugar propicio para desarrollar sus dones. La falta de una participación de la mujer en la iglesia no se presenta sólo como una cuestión de justicia que emana de su dignidad bautismal, sino que su ausencia empobrece el debate, el discernimiento y el camino de la Iglesia.

Pero esta sinodalidad también debe encarnarse en el seno de la sociedad. Para la mujer, la sinodalidad implica un desafío de cómo vivir la diferencia con el hombre. Es un camino abierto a la voz del Espíritu Santo, a un nuevo Pentecostés, que nos invita a cada uno de nosotros a una conversión personal, pero a la vez comunitaria, asumiendo corresponsabilidad. Solo así la mujer podrá llegar a la plenitud que el Señor la llama.


Escrito por Alejandra Segura, integrante del Consejo Internacional de la Academia de Líderes Católicos