Hay “géneros literarios” con los que la vida y sus circunstancias no me han permitido familiarizarme. Uno de ellos es el de las obras en casa, con el que he tenido que bregar últimamente. Un problema en el baño me ha llevado a tener día y medio de caos existencial con todo el despliegue propio de este tipo de reformas: ruido, trasiego de obreros con espuertas llenas de cascotes, azulejos partidos, el “mañana venimos a terminar” que nunca es del todo y polvo, mucho polvo. Estoy segura de que cualquiera que haya sufrido esta experiencia en sus carnes se puede hacer a la idea de lo que implica. El caso es que estos días de gestión de obras (porque, como suele ser habitual, aún quedan flecos por terminar) me han hecho pensar en el tiempo de Adviento en el que estamos sumergidos.
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Lo primero que me vino a la cabeza es lo sencillo que proclamamos cada año eso de que hay que abrir caminos nuevos, elevar valles y rebajar montes (cf. Is 40,3-4). Al decirlo suena tan sencillo como cuando el jefe de albañiles te dice que se trata de una obra sencilla, que solo es quitar aquí y poner allá… y, claro, cuando te metes en harina, resulta que el cambio más tonto pone todo patas arriba y te devuelve la sensación de estar metida en la edificación de El Escorial. Vamos, que las implicaciones de abrir nuevas sendas al Señor para que entre en nuestra vida igual nos complica la existencia mucho más de lo que nos solemos hacer idea.
No importa lo mucho que te hayas preparado para las obras y el cuidado que pongas para cubrir muebles y proteger la casa, porque la polvareda entra por las ranuras más pequeñas. Por muy ridículo que pueda ser el arreglo, implica después un montón de horas de limpieza profunda y de asumir que irán apareciendo restos de yeso y de ladrillo a lo largo de los próximos meses. Y a mí me da por pensar que la desesperanza se cuela en nuestra vida del mismo modo que ese escurridizo polvo.
Confianza renovada
Se aprovecha de cualquier resquicio abierto para hacernos poner cara de escépticos cuando escuchamos la promesa divina de que “nadie hará daño, nadie hará mal” porque todos conoceremos por dentro el Amor que es Dios mismo (cf. Is 11,9). Hay que poner mucho empeño para que, a golpe de confianza renovada, limpiemos todo lo que podamos el desaliento que se nos acumula, por mucho que seamos conscientes de que siempre quedará algo.
Sigo a la espera de que regresen los obreros y culminen el arreglo del baño, como se nos invita, año tras año, a renovar el deseo de que el Señor venga de nuevo y culmine en nosotros y en el mundo la obra que Él mismo ha empezado. Eso sí, espero que el albañil llegue antes que la parusía…
