Para ser fieles discípulos de Jesús y su modo de proceder, es importante reconocer dónde lo buscamos en nuestra vida diaria. Muchos, por nuestra fragilidad, heridas y una catequesis deformada, lo solemos buscar en el sepulcro; es decir, en las pequeñas o grandes muertes que nos causan sufrimiento, en vez de correr a buscarlo a su Pascua y Resurrección, con todos los signos de vida y bendición que también constituyen nuestra existencia.
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Es como vivir en Viernes Santo: todos sin excepción somos seres vulnerables y fuimos heridos, pero nuestra mirada de la realidad no puede quedarse oscurecida para siempre. Eso significa buscar al Señor donde no está. Es buscarlo entre los muertos ,como dijo el papa Francisco. Es humano volver a “lamernos” todo aquello que nos dañó. Es esperable recordar los pequeños o grandes traumas que nos aboyaron la autoestima y el amor propio. Es posible que aún dudemos en valorarnos y sabernos amados por Dios, pero es insano quedarnos pegados en el dolor de la cruz que nos tocó y no vivir la resurrección y la esperanza que Cristo nos dio.
Adictos al dolor
Ya lo mencionó Eckart Tolle en su libro ‘El poder del ahora’. Muchos nos volvemos adictos al dolor. Es más, la cultura promueve el drama, el problema, el conflicto y el desamor. Basta ver las noticias para ver cuánto “vende” el sufrimiento” y cuánto se usufructúa de él a través de la venta de productos y servicios que van desde las armas hasta un medicamento. Tenemos una tendencia casi genética a aferrarnos al “sepulcro” vital que existe, pero no es toda la realidad.
“Mejor dolor que nada”. Esta tendencia a quedarnos en la oscuridad, muchas veces, obedece a un fuerte apego del ego hacia el dolor, el drama y la negatividad; hacia los Viernes Santos oscuros que debilitan, desesperanzan y enferman personal y colectivamente porque es lo único que se encontró en el camino.
Se alimenta del sufrimiento
Según Tolle, el ego se alimenta del sufrimiento porque se identifica con él, ya que muchas personas han construido su identidad alrededor del dolor pasado, y liberarse de ese sufrimiento implicaría una pérdida de identidad. El Viernes Santo es lo único que han conocido y les da vértigo aventurarse a una resurrección. El “cuerpo del dolor”, como una entidad emocional diabólica, vive dentro de las personas, las divide y las incita a generar más experiencias dolorosas para alimentarse.
Como creyentes, estamos llamados a luchar contra la fuerza del ego y a ampliar la mirada hacia todo aquello que también nos constituye y refleja nuestro verdadero ser. Se trata de tener fe en nuestro propio recorrido vital, en lo que somos y en lo que hemos vivido, reconociendo con certeza que la misericordia de Dios nos abraza con ternura.
Creados por amor
Es experimentar y saborear la dignidad de ser hijos e hijas creados por amor, incondicionalmente amados desde el origen. Nuestra vida es un camino de salvación, y nuestros dolores, lejos de definirnos, pueden convertirse en impulso hacia la plenitud y la fecundidad. Cambiar la mirada es despertar y reconocer que Jesús está vivo en medio de nosotros, y que la cruz ya no es el final, sino el umbral hacia una vida nueva
Para ser más fieles a nuestra esencia y vivir en sintonía con la voluntad de Dios, podemos incorporar algunas prácticas sencillas que nos ayuden a habitar la Pascua en lo cotidiano:
- Observar sin juzgar, cultivando la conciencia plena del momento presente.
- Vivir con la confianza de los niños, entregando todo en las manos de Dios.
- Acompañar el dolor como testigos, sin alimentarlo con pensamientos reactivos o emociones tóxicas.
- Dejar de identificarnos con la mente, que muchas veces nos mantiene atrapados en el pasado o nos llena de miedo ante el futuro.
- Aceptar lo que es y mantenernos en una espera confiada en la fidelidad de Dios.
- Romper el ciclo del cuerpo del dolor, desactivando esa inercia que nos hace volver una y otra vez al sufrimiento.
- Buscar momentos de silencio interior y oración, donde el alma pueda reencontrarse con la paz y la presencia amorosa del Señor.
Domicilio de Dios
No se trata de negar la cruz, sino de abrir los ojos a todo lo que ha florecido a su alrededor. Cada persona, al igual que la humanidad entera, es mucho más grande, bella y valiosa que su dolor. Somos amor encarnado, vibrando cada día en nuevas ideas, proyectos, vínculos, experiencias y oportunidades para ser felices y dejar un legado de amor en el mundo.
Cada uno de nosotros es, en lo más profundo, el verdadero domicilio de Dios. El papa Francisco lo comprendía: por eso no murió en la procesión multitudinaria del Viernes Santo, sino en la Pascua, de forma silenciosa y humilde, dejando escrita con su vida la dirección donde habita el Señor.