Las heridas de la Iglesia y la sonrisa del Papa


Compartir

Francisco se destaca por muchos motivos. Uno de ellos es el hecho de que pocos como él han pronunciado palabras tan duras y tan claras, sobre las muchas heridas que tiene la Iglesia y la necesidad de un cambio, una reforma, una conversión, urgente y profunda. Su mirada de pastor penetra hasta la profundidad de esas miserias de hombres y mujeres que ensombrecen la vida de la comunidad eclesial. No se detiene en descripciones superficiales ni se consuela con reflexiones “piadosas”, va directo, y nos invita a ir, a la raíz de las dificultades, los desafíos, o, en demasiadas ocasiones, de los escándalos y los pecados que tanto dolor y desconcierto provocan dentro y fuera de la Iglesia.

Sin embargo, simultáneamente, transmite una alegría contagiosa, una confianza ilimitada en esa misma Iglesia que tanto dolor le causa; un amor y un cuidado extremos por cada uno de sus miembros y, en ocasiones, por quienes con sus pecados o debilidades son aquellos que causan esos grandes e incomprensibles sufrimientos a la comunidad eclesial.  El mismo día que llora recibiendo a las víctimas de una injusticia o de una tragedia, es capaz de aparecer poco después ante todos con su sonrisa de siempre, alentando a la esperanza e invitando a la alegría. ¿Se trata de un doble mensaje o nos está mostrando una manera de ver la Iglesia con una mirada diferente, a la vez realista y confiada? ¿Se trata de una manera de ser propia de su carácter o su actitud encierra una enseñanza mucho más profunda y cargada de significado?

Es fácil instalarse en una postura crítica y amarga hacia la Iglesia y las desgracias que nos conmueven a cada momento, es también posible escapar de las realidades dolorosas con consuelos superficiales y voluntaristas; lo difícil es ser a la vez, al mismo tiempo, con el mismo corazón y la misma voluntad, alguien profundamente empapado de la realidad de dolor y sufrimiento que por momentos abruma y, repito, al mismo tiempo, alguien esperanzado y portador de un mensaje de alegría auténtica y contagiosa. ¿Cuál es el secreto para lograrlo?

Una mirada más evangélica

El secreto está en su manera de mirar: el papa Francisco, como no podía ser de otro modo, ve la realidad desde una perspectiva diferente, más amplia, más profunda y, evidentemente, más evangélica. Como Pedro, Pablo, los primeros discípulos y los santos, mira las heridas de la Iglesia a la luz del misterio de la Pascua. Desde allí todo lo que es muerte se transforma en vida, en vida nueva, en “nueva Creación”. La fe en el Resucitado nos permite comprender esa “fuerza, que se manifiesta en la debilidad” y desde allí ver la vida con otra lógica, que para el mundo es necedad, pero para el hombre de fe es “fuerza de Dios”. Según Pablo, “también nosotros hemos resucitado con Cristo (Col 3,1)” …“¡Y, si Cristo ha resucitado de entre los muertos, entonces también nosotros hemos de vivir de un modo totalmente nuevo!” (Rm 6,4).

Cuando se viven los dolores desde la lógica de la Pascua se puede llorar y sonreír al mismo tiempo, todo lo que debe morir en nosotros y en la Iglesia, es el principio de lo que en ese momento comienza a resucitar. Entre el grito de la cruz “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” y la Magdalena ante el sepulcro vacío, ya no pasan tres días, todo es misteriosamente presente. Cada gesto de amor, ¡y especialmente cada eucaristía!, recoge y transforma el llanto de todas las víctimas y la tragedia de todos los verdugos.

Francisco nos invita a abandonar las frases ya gastadas, esos consuelos baratos que nos recuerdan que “cada crisis es una oportunidad” o que “si tenemos fe no hay nada que temer”; se trata de algo mucho más hondo: se trata de no “vaciar la Cruz de Cristo”, como nos dice San Pablo; se trata de aceptar morir y resucitar con Él; y de aceptarlo ante situaciones bien concretas que nos toca vivir individualmente o como comunidad. Entonces es posible el amor al que hemos sido llamados y la sonrisa de la esperanza puede convivir con el dolor de la Cruz. Entonces podremos anunciar con humildad y de verdad, a este mundo y en este tiempo, “lo que ni el ojo vio ni el oído oyó, aquello que Dios preparó para los que lo aman.” (1 Cor. 2,9)