Quien se queda mirando el dedo que apunta a la luna pierde la verdadera maravilla, la esencia radiante que yace más allá de lo visible. El dedo, humilde y sencillo, no pretende ser el centro, sino guía hacia lo sublime, hacia el misterio que brilla en lo alto. Es el puente, no el destino; el signo, no la plenitud.
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Así también es la vida religiosa porque, en este acto de señalar, yace también el peligro: el mundo puede malinterpretar la señal y quedarse en el dedo. Los signos visibles de la vida consagrada –sus hábitos, sus obras, sus palabras, sus números– pueden convertirse en un fin para quienes los contemplan, si no se capta la profundidad hacia la que apuntan. Por eso, los religiosos han de vivir de tal manera que su presencia sea transparente, que quien los mire no se detenga en ellos mismos, sino que sobre todo se sienta llevado hacia Dios, peregrinos hacia la luna de la esperanza.
La identidad de la vida religiosa se encuentra en este equilibrio: ser presencia sin protagonismo, guía sin poseer el camino, dedo que señala sin reclamar para sí la luz de la luna. Es una vocación de servicio profético, de ser testigos de lo invisible en mí.
Un río que fluye
La vida religiosa, en su esencia, es como un río que fluye: un curso de agua viva, que avanza sin detenerse hacia el océano infinito de Dios. Su movimiento es reflejo de una vocación dinámica que nace de una fuente escondida. El río no fluye para sí mismo sino para dar vida donde pasa. Pero este fluir no es caótico; es guiado por el cauce del Espíritu hacia un destino mayor que sí mismo.
Dios guía. Siempre me llamó la atención aquello de que una vez le preguntaron cómo actuaría si le dijeran que iban a suprimir la Compañía de Jesús, a lo que contestó que con quince minutos de oración recuperaría la paz.
Y es que para que la Vida Consagrada fluya es necesaria la oración permanente si quiere tornarse en canto profético, como el de los antiguos videntes, clamando en el desierto de un mundo desgarrado. Vocación que no solo mira al cielo, sino que abraza la tierra; no solo eleva cánticos, sino que sufre con los sufrientes y levanta al caído. También con los emigrantes desde todas las vallas. En cada gesto de cuidado entre ellos y para con los otros. En cada susurro de consuelo al doliente, en cada palabra que educa o enciende luz en las sombras, su labor se convierte en un poema vivo que el Espíritu escribe en los corazones de los hombres.
Un árbol viejo
La vida religiosa, al igual que un árbol cargado de años, se enriquece con el peso de sus anillos. Cada arruga, cada paso más lento o torpe, es una huella de amor entregada, una historia tejida con sacrificio, oración y servicio. El envejecimiento, puede parecer limitación. Pero es también tiempo de gracia. Recuerda que la misión no depende de la fuerza física, sino de la fuerza del Espíritu que renueva todo. Testimonio de la esperanza serena. Tiempo de fecundidad espiritual.
El paso del tiempo, que se refleja en los rostros y cuerpos de quienes han entregado su vida al servicio del Reino, no es un motivo de desánimo, sino un signo profundo de esperanza. El envejecimiento de la vida religiosa no es ocaso, sino testimonio de una fidelidad madurada.
Jóvenes y mayores en la etapa del relevo
Para apuntarse a esta vida se necesita mucho discernimiento y no solo rápidas inscripciones.
El lema “Peregrinos y sembradores de esperanza” del Día de la Vida Consagrada, nos señala que no solo somos peregrinos por un instante o por un momento adolescente o casi. Pues hace falta mucho cuajo y madurez para que en la oda de palabras vivas que desafían al tiempo, y en la madurez de sus votos de consagración, pueda resplandecer el compromiso maduro y profético: con el paso del tiempo enseña fidelidad y persistencia, desgarro de los velos de la indiferencia, (haciendo frente al edadismo), proclamando la reconciliación que sana heridas.
En la hora de los relevos el acompañamiento de la Iglesia es imprescindible. Porque no basta con crecer. El discernimiento no es tarea solitaria. El crecimiento sin discernimiento puede convertirse en una expansión hueca, en una flor que se marchita rápidamente porque no tiene raíces profundas. Más vale una semilla pequeña, pero fértil, que una multitud de espigas que se desvanecen con el viento. La vida religiosa, fiel a su esencia, no busca la cantidad, sino la calidad del seguimiento. Prefiere ser el fermento escondido en la masa que transforma desde dentro, en lugar de aspirar a ocupar puestos. Importa más “iniciar procesos que llenar plazas” que diría el bendito Papa Francisco.
La criba del Espíritu y el acompañamiento de la Iglesia son, las columnas que sostienen a la vida consagrada en su misión. Separar lo esencial de lo accesorio, lo auténtico de lo aparente, lo duradero de lo pasajero, es un proceso para que los consagrados y consagradas aprendamos y/o mantengamos el valor de la oración que lleva a la acción y viceversa. Con el silencio y la humildad que lo enmarcan. Y con el discernimiento profundo y la comunión con la Iglesia como las brújulas que guían su caminar. En lo probado por el fuego, y en las heridas del camino es donde se manifiesta la grandeza del Espíritu y la verdad del Evangelio.
Ahora que me toca más de cerca la vida religiosa en Alcalá pienso que en la Jornada Mundial de la Vida Consagrada, no celebramos solo el pasado ni el presente, sino el futuro: un futuro donde los consagrados sigan siendo esa voz coral (¡de comunión!) que canta la esperanza y el profetismo del Evangelio que encarnan.