José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

La imprescindible armonía


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“No hay dos sin tres”, dice la gente desde el sentido común. Del amor de un hombre y una mujer brota un tercer ser humano, el hijo. De la unión de dos ángulos el triángulo. Del negocio de dos emprendedores una empresa. De la relación entre el artista y la materia (palabra, color, sonido, barro o mármol) la obra de arte. La trinidad visible y cotidiana es parte de la estructura de la vida”. Así empieza un brillante artículo de Pedro Miguel Lamet que he leído estos días pasados en torno a la Fiesta de la Santísima Trinidad.



Y luego, prosigue haciendo un brillante desarrollo no tanto sobre la conceptualización del Dios invisible pero “traducible”, sino sobre su manifestación “a través de la realidad profunda de la manifestación de Dios como amor”.

Para explicarla pedagógica y catequéticamente recurre al ejemplo ignaciano de las tres teclas de un piano: “Tres teclas distintas, que pulsadas a la vez, producen un solo acorde. Ese sonido es el que nos interesa para vivir: el amor. Si Dios es Dios tiene que tenerlo todo, también la dimensión comunitaria. Cuando somos solidarios, cuando queremos de verdad, aparece Dios”.

Me recordaba este artículo las veces que he intentado modestamente traducir la realidad (y el gran valor) de las migraciones. La Diversidad trabada en la Unidad.

pianista manos de un músico tocando el piano con partitura

En mi caso, y por seguir con los ejemplos “musicales”, he utilizado mucho la imagen de los grandes órganos españoles que tienen dos o, a veces, tres teclados, sin pedalero, o solamente algunas teclas que estaban conectadas a los teclados y los “registros cortados”. En el trabajo por las migraciones –como en la música– se trata de construir entre todos la integración armónica. Sin imposiciones y sin compartimientos estancos, sino recogiendo la variedad del conjunto. Como el bosque que es bello precisamente por las distintas especies que contiene. Es la armonía que todos queremos: no solo para la imprescindible relación entre políticos tan necesaria y obligada ante los impulsos a veces cainitas que se producen en España (estos días con gran vergüenza colectiva) y en otros lugares del mundo. Armonía en nuestras relaciones con culturas, razas y acentos distintos a los nuestros. Repito la imagen: como los grandes órganos de nuestras catedrales que tienen varios teclados sobrepuestos. Unas veces un teclado para que “suene” la cultura de los emigrantes y otras veces la de la cultura y valores del lugar de destino; o ambas mezcladas con otras culturas variadas construyendo una realidad social entre todos. Porque la migración –plural, interreligiosa, intercultural etc.– ha venido para quedarse. Trabajemos la armonía de varios “teclados” a la vez. Como una orquesta afinada.

Me puse a escribir este artículo tras la celebración de la Eucaristía. Como un eco repetido, resonaba el saludo del que preside la celebración tantas veces repetido en otros contextos: “En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”. Somos convocados y reunidos por el Dios Trinidad, el Dios que de manera admirable mantiene la unidad-en-la-diversidad. Máxima comunión en la plena identidad personal. Y el Pueblo de Dios responde a una sola voz: “Amén”. Algo parecido había escrito Daniel Izuzquiza en sus ‘Notas para una teología política’ de los cuadernos de Cristianismo y Justicia .

Es verdad. Cada uno de nosotros (y todos juntos) creemos –e intentamos repicar– que Dios es Dios amor y es comunidad inclusiva, que nos alienta para vivir una sociedad integrada, plural y respetuosa de las diferencias. Amor trinitario que nos abraza, sostiene y unifica. Incluso acoge a los que desafinamos. Sentimos también, con la señal de la cruz, el abrazo de la Trinidad que no solo nos sostiene, sino que tiene mucho también de horizonte hacia el que nos encaminamos y nos conformamos (como en brillante y encajada partitura), atraídos a Él porque desea que vivamos a imagen y semejanza de su plena unidad-en-la-diversidad.

Doctrina Social de la Iglesia

Y por ahí seguimos aplicando su partitura. En una diversidad que quiere ser unificada, con la riqueza que los ecos de la comunión nos da, diversidad no homogeneizada pues cada uno expresamos con la palabra, con los gestos, con las culturas y comportamientos, la particularidad más íntima, espontánea y profunda que aspira siempre –pura Doctrina Social de la Iglesia– a construir el bien común. Ese bien al que deberían tender con mayor radicalidad y menos egoísmo nuestros responsables en todos los ámbitos de la sociedad. Debemos exigirlo así cuando nuestra democracia se está quedando tan desarticulada en las mediaciones intermedias (¡la democracia no es solo el Parlamento, por favor!) o en las prevenciones ideológicas particulares – legitimas pero no exclusivas ni excluyentes–.

La Trinidad, la diversidad trabada en la Unidad. Algo parecido a lo que se recogía hace poco en Vida Nueva en palabras de Luis Aute, que sabía mucho de música: “En el verbo hay tres personas, la Trinidad. Yo, tú, él, el resto son sus plurales. Mi yo, es mío, tu yo, es tuyo, su yo, es suyo. No son tres yo es, es uno solo. Ese juego de dialéctica trinitaria es muy similar al del Padre, el Hijo y el Espíritu Santo”, llegó a afirmar. “Nada es gratuito. En fin, para mí es un gran misterio que no puedo liquidar diciendo Dios no existe. No lo sé…”.

Y es que la integración, o la armonía por seguir el hilo conductor de estas letras, nos la estamos jugando a la hora de trabajar y vivir con emigrantes (o con otros diversos y distintos), en lo cotidiano de la vida de la gente en las calles, en las asociaciones, en las comunidades de vecinos, en los comercios, en los barrios, en nuestras relaciones sociales (Dios quiera que no sean tan separadas, al menos en los valores, como la pandemia obliga). Siempre habrá notas desafinadas. Pero no hagamos de estas últimas una cacofonía coral.

“¿Tú verdad? no, la verdad;

y ven conmigo a buscarla.

La tuya guárdatela”. ( A. Machado )

La verdad a la que no favorece la pelea o la proclama política que no sabe apostar por lo común. La verdad que se construye muy desde abajo, en el día a día. Como ha sido ese momento –repetido con un eco múltiple– del común aplauso, de orígenes tan distintos (en músicas, lenguas, razas, credos, acentos…) Los prejuicios de todo tipo –en este caso, y en todos– si condicionan la imprescindible tarea de acercarnos a los otros pueden terminar siendo usados como arma que solo sirve para poner de rodillas a las víctimas y asfixiarlas (y no solo físicamente). Desafinando penosamente ante lo que es una sinfonía inacabada que nosotros (unidos en lo diverso) debemos concluir.