Raúl Molina
Profesor, padre de familia y miembro de CEMI

La Iglesia del yin y el yang


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No sé si esa es la imagen que los cristianos queremos dar al mundo.

No sé si esa es la imagen de los cristianos que el mundo necesita.

No me atrevo a hacer afirmaciones categóricas, y mucho menos a juzgar lo que hay en el corazón de cada uno de los que asistieron al funeral de Benedicto XVI.



Pero contemplar la plaza de San Pedro, dividida en una franja blanca y otra negra, como un espectáculo audiovisual más, en el que parece reflejarse el enésimo acto de mitomanía, chirría con la sencillez que el mundo ansía como respuesta.

El Vaticano siempre despertó este punto controvertido: riqueza, poder o magnificencia, son tres argumentos que poca cabida tienen en las bienaventuranzas de Jesús. No me preocupa tanto el tema de los bienes de la Iglesia, siempre he defendido que me parece una irresponsabilidad renunciar a ellos.

Pero, vuelvo a mi duda inicial, ¿qué queremos contar al mundo con este gesto de masas?

Excelsas exequias

Admiro el intelecto de Ratzinger y la humildad con la que supo dar un paso atrás y situarse en la sombra. Pero no es habitual que se celebren tan excelsas exequias cuando muere un pensador importante.

También tengo claro que el que ha sido cabeza de la Iglesia, se merezca un funeral que nos permita reconocer el valor de esta figura. A la vez me paro a pensar cuál es el boato que se merece el sucesor de Pedro, pues recordemos que Pedro pidió morir crucificado boca abajo por no sentirse digno de morir como Cristo.

Me sigue chirriando esa mancha de trajes blancos y rojos, ese elenco de sacerdotes que no ha querido perderse el momento, y que vuelve a diferenciarse del resto de fieles. Por otro lado, entiendo que a quien estamos despidiendo ha sido al líder de la Iglesia, en general, y de cardenales, obispos, sacerdotes y diáconos, en particular.

El papa Francisco despide en su funeral a Benedicto XVI

¿Cuántos abríamos ido a Roma con sentido profundo de Iglesia, cuántos con gratitud a Benedicto, cuántos como cotillas oportunistas, cuántos como fans inconscientes de un personaje, cuántos para contar que yo estuve allí y cuántos no habríamos ido, aunque nos pagaran?

Leer la historia y la actualidad de la Iglesia siempre me ha ayudado a quererla. Su controversia constante, de la que persistentemente parece salvarse el soplo del Espíritu y el valor de la Palabra, habla de una humanidad en camino, siempre a tientas, siempre desorientada, y siempre redescubriendo la luz que le puede guiar en cada tiempo. Saberse Pueblo de Dios es saberse pueblo frágil, incongruente, contradictorio. Y en esa tensión entre la debilidad y la fortaleza, la humildad y la soberbia, la verdad y la confusión, el desconsuelo y la esperanza, el conflicto y la armonía, en esa tensión que tan bien expresa el yin y el yang, la Iglesia, sigue día tras día, queriendo hacer visible la luz de Cristo a la humanidad.

En medio de la opulencia de las mitras, de los candelabros, de los inciensos, de los mármoles y de una liturgia solemne; en medio de la columnata de Bernini o de la excelsa cúpula de Buonarroti –todo ello de belleza innegable y de evocación de lo divino–, pongo mi atención en dos puntos de luz: en lo ínfimo de ese cuerpo que, en el centro de la plaza, permanece encerrado en un ataúd sencillo, exhibiendo, tan solo, su finitud, y en la enésima homilía del papa Francisco animándonos a entender que ponernos en las manos amorosas del Señor es hacer gala de entrega a los demás.

Conviene sacudirse el polvo.