La guerra es metamorfosis


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‘El capitán’, de Robert Schwentke, que deberían ir buscando todos los que estén un poco inmunizados contra la obscenidad, ha ocupado mi pensamiento esta semana y es el eje de este hebdomadario mío. No es otra película alemana de autoflagelación ni otro intento de derivar lo diabólico solo hacia los vestidos con uniforme negro. Es la estampa del Diablo en un joven de diecinueve años que ha desertado de su unidad de paracaidistas en la primavera de 1945, con la guerra más que decantada hacia la debacle para la nación teutona.

Willi, un chico que existió y murió por sus crímenes, huyendo de los que buscan ajusticiarlo por preferir una lógica huida a la entrega al dios de la sangre, encuentra en un golpe de suerte un uniforme impecable de capitán de las Fuerzas Aéreas germanas en una maleta. Sin fango en las mejillas, con el cabello domado y envuelto en un soberbio abrigo que es la envidia de cualquier oveja de la Wehrmacht, empieza su huida hacia la vida, suplantando al oficial. Y, tal y como atestigua la Historia, la osada mascarada hace efecto, pero muy pronto su actitud trasciende la de la mera supervivencia.

Reencarnación

Basta con unas prendas distintas. Se sube de rango gracias a insignificantes entorchados en las mangas y a insignias distintas en la gorra de plato. Con esas cartas para la partida, ya no eres un guarismo del rebaño, figura preferente para ser inmolada. Eres de los que deciden quién vive y quién parte hacia el otro mundo por puro azar. Willi abraza con placer esta reencarnación. Ahora tiene la oportunidad de hacer sentir a los desertores y a los despojos que no hacen honor a su virilidad la humillación y la angustia que paladeó él.

Sin la brújula divina, somos carne para industria, especialmente en episodios de desgarramiento como la guerra, donde poderes democráticos y sus abrazos protectores naufragan como la balsa de La Medusa. Solo cuenta lo que deseen los líderes, y ellos atenderán a operaciones numéricas que se balanceen hacia el bien supremo. Entre ellas quedan rezagadas miles de almas que se consumen como leucocitos tras sus cinco días reglamentarios. Quienes viven la guerra fuera de los coches con ordenanza y los capotes forrados ansían solo que llegue el día del armisticio, pero, ¿qué precio se ha de pagar?

Willi eres tú

Esta historia de Schwentke congela la sangre porque está al alcance de cualquiera. Siempre podemos sentirnos al margen de los torturadores de profesión o de los nazis más devotos que parecen haber nacido con el carnet en la mano. Pero Willi es tu hermano, tu novio, tu amigo o tú, con el alma mutilada tras la acción bélica y la aparentemente comprensible intención de resarcirse de su papel de don nadie, de deshollinador sin estudios ni influencias al que le corresponde la primera línea.

Basta con leer los comentarios de las noticias de fechorías para saber que un sinnúmero de europeos consideran la venganza casi un derecho. Él hizo bien apropiándose de la ropa de los que ordenaban, comiendo su carne inaccesible, tomando sus vinos, gramófonos y mujeres solícitas. Seguro que casi todos, por mucho que Dios nos impeliera a lo contrario, habríamos escogido llegar al fin de la contienda más horrenda jamás librada de una pieza merced a una triquiñuela inmoral y repulsiva.

¿Hacer que otros mueran por nosotros e incluso animar a ello si así se mantiene la farsa y se salva la piel? ¿Fuego, banquetes y sexo en lugar de inanición y noches al raso? Atemoriza plantear la disyuntiva, porque no miraríamos el peaje para ese flotador. Dios y su Buena Noticia quedan en un segundo plano en el Hades de los hombres.