La fe después del optimismo


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Como un boxeador que ha recibido un duro golpe, la humanidad entera se tambalea confundida luego de recibir el tremendo impacto de esta pandemia que nos ha paralizado. Hasta los políticos más poderosos, los mejores científicos, o los pensadores ilustres, han perdido el equilibrio y buscan imprecisos las palabras para describir lo que ocurre y encontrar un camino de salida. Ya no es posible resucitar el optimismo de otros tiempos. Luego de un par de siglos en los que supusimos orgullosos que la ciencia y la técnica tenían todas las respuestas, repentinamente el suelo que pisamos comenzó a agrietarse peligrosamente.



Aquel optimismo desapareció. Aquella convicción que se apoyaba en la certeza de que lo que aún no se ha resuelto se resolverá mañana, se ha evaporado. Esa “salvación” con la que contaba el optimismo podía llamarse “la ciencia”, “la razón”, “la revolución”, “el estado”, “la ideología”, o de muchas otras maneras, pero el virus no respetó a ninguno de esos ídolos. Aquella convicción algo inocente o ingenua, (¿irresponsable?) parece haber naufragado, como el Titanic.

Optimismo secular

Pero además de esa versión “secular” del optimismo existe también otra, que podríamos llamar “religiosa”, ¿o acaso supersticiosa? Ese optimismo que pone su confianza en algún “ser superior” que mágicamente nos saque de nuestros problemas; es suficiente «creer con mucha fuerza» y organizar «cadenas de oración» en las redes sociales, y entonces ese ser estará obligado a respondernos y lo podremos obligar a cumplir nuestros encargos. Ese optimismo también se tambalea, y sería trágico para los cristianos confundirlo con “falta de fe” porque el fruto de la fe en Dios es la esperanza, no el optimismo. Y la esperanza no se apoya en la seguridad de que “todo va a salir bien”, sino en la certeza del amor de Dios que se expresa en la fuerza misteriosa de la Cruz que conduce hacia la Pascua.

Mientras la esperanza cristiana es apertura y voluntad de buscar el sentido a “la vida como venga”, como le gusta decir al Papa Francisco, el optimismo secular, o el «piadoso», solo intentan manipular la vida (o a Dios). Solo intentan mantenernos atrapados en nuestros pequeños planes y ambiciones, en nuestras ideas sobre lo que es bueno y justo, en esa presunción insensata de que nosotros siempre sabemos lo que es mejor. Estos dolorosos días exigen ser muy claros y valientes especialmente para rechazar el “optimismo religioso”. Con él se pretende desplazar la fe en Dios nuestro Padre hacia fáciles respuestas “devotas” que no se encuentran en ninguna palabra del Evangelio.

Atravesar las dificultades

Jesús no nos enseña a disfrazar las crisis ni a retroceder o huir ante ellas, mucho menos a aterrarnos ante el dolor o el sufrimiento. Él con sus palabras y su vida nos enseña a atravesar honestamente y con valentía las dificultades, a vivirlas hasta el final, hasta el extremo de invitarnos a compartir con él la experiencia definitiva: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?”. Animar a esa actitud ante la vida, no esquivar las crisis, cargar con la propia cruz, es una de las aportaciones más valiosas del cristianismo a la historia de la humanidad. Nuestra fe no es en primer lugar un catecismo que actúa como una vacuna contra el sufrimiento, sino un camino; el camino del seguimiento de Aquel que no esquivó la oscuridad del Viernes Santo ni el “descenso a los infiernos”.

Quizás estos días de Getsemaní que estamos atravesando sean una extraordinaria oportunidad para ser más maduros y adultos en la fe, para convertir el misterio de la Pascua, que celebramos en cada eucaristía, en la auténtica clave que nos permita una nueva comprensión de nuestra vida y nuestro destino de hijos de Dios.

¿Por qué tenemos tanto miedo? ¿No nos habla Dios a través de estos hechos como nos habló mediante el relato que recordamos cada Semana Santa? ¿Por qué no abandonar los optimismos para abrazar la esperanza? Como nos recuerda San Pablo: “¿Quién nos separará del amor de Cristo? ¿la tribulación?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿los peligros?, ¿la espada? … en todo esto salimos vencedores gracias a aquel que nos amó.” (Rm 8,35).