Rixio Portillo
Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey

La fe, aunque no se pueda oír


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Muchas veces se repite la frase: ‘La fe entra por el oído’, y no voy a negar que tiene parte de razón, sin embargo, aunque todos tengamos oídos, no a todos nos funcionan por igual.



En la misa del domingo pasado, en la primera banca de la Iglesia a la que fui, estaba una abuela enseñándole a sus nietecitas sordas la misa a través del lenguaje de señas; en cada canción, por ejemplo, movía las manos y las pequeñitas repetían todos los gestos.

La escena llamaba la atención a los que estábamos alrededor y por eso creo que vale la pena hacer algunos comentarios al respecto, en esa forma particular de transmitir la fe.

La misa de todos, la misa con todos

Lo primero es que Dios no entra en la discusión estéril de que si la misa es en latín, español, francés o mandarín, el verdadero lenguaje que escucha es el del corazón sincero, y ese solo lo tienen los humildes.

Luego, esa visión individualista personalísima de la misa, en un yo autorreferencial, y si, la fe es algo genuinamente personal, pero se vive en comunidad, y me parece que esta abuelita estaba más pendiente de hacer que sus nietecitas vivieran la misa, que ella misma.

De igual forma, el testimonio de la fe, que no solo entra por el oído, sino a través de los gestos, las acciones, las pequeñas obras de bien con las que dejamos que Dios ‘primeree’ (diría papa Francisco). Esa abuelita no necesita saber de ‘storytelling’, ya es suficiente tener que aprender en la vejez, el lenguaje de señas.

Cuando llegó el momento de la comunión, en el breve recorrido por el pasillo, vi a muchos otros niños aburridos con los celulares en las manos, pero la abuelita seguía sin darse por vencida y movía las manos y las niñas la imitaban.

Misa

La fe los mayores, savia de los jóvenes

Pienso que esa abuelita no va a leer este texto, ni siquiera me conoce, pero me gustaría pensar que podré decirle que en esa misa no solo les enseñó la fe a sus nietas, también le enseñó a los demás el sentido del darse, —y al menos a mí —, que la vida y la fe se viven desde lo que se es, con la desnudez del corazón y el empeño en que no se quede en uno sino en otro.

Esa abuelita no es única, papa Francisco — por ejemplo — hablaba siempre de su abuela Rosa, y si me permiten un recuerdo personal, también a mi abuela Luisa, que a los seis años nos llevó a una “misa cantada”, un Domingo de Ramos, en la catedral de mi ciudad, y que si lo tengo presente es porque dejó una huella profunda el misterio que hacía que toda esa gente se reuniera y que estuviese el obispo con una capa roja (sin ser súper héroe) portando una cruz que tenía dos brazos horizontales, al ser una sede arzobispal.

Esas nietas son muy afortunadas, quizás aún no lo saben, porque sí su abuelita les quiere regalar la fe, les quiere enseñar la fe, es porque está convencida que Dios escucha a todos, aunque no hablen, pues como dice el salmo “aún no hay palabra en mi lengua y ya tu Señor, la sabes completa” (Sal 139, 4).

Por eso cierro con la misma convicción con la que salí de esa misa: Dios escucha a los mudos, le habla a los sordos, ilumina la vida de los ciegos, solo falta que cada uno pueda descubrir cuál situación de hándicap presenta.


Por Rixio G Portillo R. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey.

Foto: Arquidiócesis de Bogotá