La cristología de Hans Küng


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Comencé a escribir este artículo el mismo día en que murió el sacerdote católico y teólogo suizo Hans Küng. No lo hice a raíz de la noticia, que me la comunicó mi amigo Fernando Rivas, sino unas horas antes. Algo me empujó ese mañana a extraer de una estantería su ensayo ‘Jesús’, quizás su libro más bello y mi tabla de salvación en las horas de escepticismo, cuando la fe, siempre sometida al acoso de la duda, se tambaleaba por culpa del comportamiento poco ejemplar de algunos miembros de la Iglesia.



No me refiero tan solo a los escándalos de pederastia, sino a la actitud intolerante de muchos obispos y sacerdotes que no ocultan su antipatía hacia las reformas adoptadas por el papa Francisco. Leer una y otra vez ‘Jesús’ me ha reconciliado con la fe y me ha ayudado a mejorar como ser humano. Mientras recorría sus páginas, recordaba con tristeza los problemas de Hans Küng con Juan Pablo II, que le retiró la licencia para enseñar teología católica por cuestionar el dogma de la infalibilidad papal. Conviene recordar que esa sanción no fue más allá, como deseaban los enemigos de Küng. No se le excomulgó ni secularizó. Conservó su condición de sacerdote hasta el final de su vida.

Victoria pírrica

Aunque Juan Pablo II pareció derrotarle, el tiempo ha convertido ese triunfo en una victoria pírrica. Los libros del teólogo suizo siguen leyéndose y muchos católicos consideran que sus reflexiones son una valiosa aportación a la necesaria y urgente renovación de la Iglesia. Hans Küng encarna la posibilidad de un catolicismo sin absurdas condenas morales, sin dogmatismos estériles, abierto al diálogo con otras religiones y sin reticencias hacia los hallazgos de las ciencias naturales, perfectamente compatibles con la fe.

Su cristología desecha esas perspectivas solemnes que alejan a Jesús de los hombres, convirtiéndolo en una especie de señor feudal. Küng examina la figura del Nazareno desde abajo, intentando esclarecer sus enseñanzas. ¿Cómo habría actuado Jesús en el mundo actual? ¿Utilizaría Jesús el papamóvil? ¿Acudiría a la Casa Blanca a rezar con un presidente que ha promovido una guerra? ¿Participaría en una misa llena de fasto y solemnidad en la catedral de San Pedro? Hans Küng responde que no y muchos le damos la razón.

¿Quién era realmente Jesús? ¿Fue un mito o un personaje histórico? Según Hans Küng, disponemos de suficientes fuentes para afirmar que creció en la insignificante Nazaret de Galilea, quizás su lugar de nacimiento y no Belén. Vino al mundo con posterioridad al año 4 a.C. y murió hacia el año 30 de nuestra era. Su predicación duró unos tres años, tal vez menos. Algunos limitan su actuación a unos dramáticos meses en Galilea y en la tumultuosa Jerusalén. Los evangelistas narraron su historia no ya como simples cronistas o compiladores, sino como fecundos y creativos teólogos que interpretaron los hechos a la luz de los acontecimientos pascuales. Su pretensión fundamental no fue la fidelidad al dato objetivo, sino el ‘kerygma’, la proclamación, el anuncio, el mensaje. Lo esencial era la fidelidad al espíritu de su Maestro.

Hans Küng

Estilo directo y sencillo

Los evangelistas nos muestran que Jesús enseñaba con un estilo directo y sencillo. Agudo cuando era necesario, sarcástico en ocasiones y siempre expresivo. Cuando habla de reino de Dios aclara que no implica tan solo el fin de la enfermedad, el dolor y la muerte, sino también de la pobreza y la opresión. Su predicación es –según Hans Küng– “un mensaje de liberación para los pobres, los atribulados, los agobiados por la culpa; un mensaje de perdón, de justicia, de libertad, de fraternidad y amor”.

No habla para los poderosos y los ricos. De hecho, deplora su codicia y su apego a los bienes materiales, pero no es un revolucionario. Condena la violencia, pues entiende que conduce a una espiral diabólica de venganzas y represalias. Jesús es un médico que cura heridas físicas y psíquicas, no un guerrillero. Escribe Hans Küng: “El relato de la entrada en Jerusalén sobre un borrico, sea o no un acontecimiento histórico, lo caracteriza perfectamente: Jesús no monta el caballo blanco del vencedor, el animal símbolo de los dominadores, sino la cabalgadura de los pobres y los débiles”.

Küng señala que Jesús está más cerca de Martin Luther King que de Camilo Torres o el “Che” Guevara. Jesús no incitó a la lucha de clases ni a una austeridad ermitaña. De hecho, participó en banquetes en una época con grandes niveles de miseria y esclavitud. Su mensaje es revolucionario, pero se trata de una revolución interior, de una conversión que nos aleje del odio y el egoísmo: “Una transformación de la sociedad a través de la transformación del individuo”. Jesús no fue un zelota, pero tampoco fue un esenio. No vivió como un asceta ni como un monje. Salió al encuentro del mundo y se enfrentó a los problemas de su tiempo. Se sentó a la mesa de los parias, los marginados, los pecadores.

Trato con los impuros

Mantuvo un estrecho trato con los impuros, aceptando la compañía de las prostitutas y los aborrecidos recaudadores de impuestos. No rehuyó la confrontación, pero intentó transformarla en diálogo. Reprobó la venganza y el odio. Pidió que se amara al ser humano sin restricciones, incluido a los que nos persiguen y maldicen. No anheló el martirio ni exaltó la castidad. No advirtió nada impuro en el amor. No estableció una jerarquía entre sus discípulos. Afirmó que, si alguien quería ser el primero, debía convertirse en siervo de todos.

No instauró votos y afirmó que la oración no debe ser un derroche solemne de palabras, sino algo sencillo y breve. Antepuso la alegría al ayuno. Solo consideró imperdonable el pecado contra el Espíritu Santo, un gesto que –según Hans Küng– corresponde al rechazo del perdón solicitado por alguien que nos ha agraviado.

Jesús habla del reino de Dios, un banquete donde los humillados y ofendidos recuperarán la dignidad y sellarán sus heridas. Un estado –según Hans Küng– de “plena justicia, de suma libertad, de amor inquebrantable, de reconciliación universal, de paz eterna”. Dicho de otro modo: “El tiempo de la salvación, del cumplimiento, de la plenitud, de la presencia de Dios: el futuro absoluto”.

Confianza en el futuro

La confianza en ese futuro es lo que se llama fe y es lo que nos salva de hipótesis tan desoladoras como el eterno retorno de lo mismo o la disolución en la nada. Los milagros de Jesús deben entenderse como signos de ese futuro. No son curaciones mágicas, sino actos liberadores que anticipan “ese bien psicofísico, definitivo y total que llamamos salvación del hombre”.

Jesús muestra compasión por los enfermos, débiles y marginados, hasta entonces menospreciados por considerarse que sus males eran un castigo divino. Su ternura con los más infortunados nos recuerda que Dios es Padre y que su reino significará la consumación de lo real mediante la superación definitiva del dolor y la muerte.

Jesús no pide que arrojemos ceniza sobre nuestra cabeza y martiricemos nuestra carne. Su llamada a “la conversión es una llamada a la alegría. ¿Acaso comienza el sermón de la montaña con un catálogo de deberes? No, arranca con las bienaventuranzas”. Hans Küng piensa que la voluntad de Dios es muy clara: “No quiere nada para sí, para su provecho y su mayor gloria. No desea otra cosa que el beneficio del hombre, su verdadera grandeza, su auténtica dignidad. Esta es la voluntad de Dios: el bien del hombre. […] Dios quiere la vida, la alegría, la libertad, la paz, la salvación, la felicidad. […] No se puede estar a favor de Dios y en contra del hombre”.

Dios no quiere adoración

Dios no quiere que le adoremos, sino que nos amemos los unos a los otros: “En el amor al prójimo se prueba el amor a Dios; el amor al prójimo es el barómetro exacto del amor a Dios: tanto amo a Dios cuanto amo a mi prójimo”. Küng aclara que el prójimo no es el hombre como un concepto lejano y casi abstracto, sino como algo concreto y próximo. Lo más característico e innovador de Jesús es el amor al enemigo. Ahí reside su radicalismo. Frente al estéril y dañino radicalismo de las ideologías, el radicalismo del amor, que implica la renuncia a la réplica violenta y la solidaridad con los más frágiles y vulnerables.

Jesús se acerca a los leprosos, a los pobres, a los niños, a las mujeres, tan discriminadas y despreciadas en su época. Su actitud con la Magdalena y otras mujeres es extraordinariamente valiente para la mentalidad de la tradición judía. Prohibir el repudio significó luchar contra su desamparo.

Jesús nació en un establo, vivió en una región miserable, trabajó como carpintero o artesano, ayudando a su familia. Fue pobre y “estuvo de parte de los pobres, los que lloran, los que pasan hambre, los que no tienen éxito, los impotentes, los insignificantes”. Sin embargo, lo más escandaloso fue que se acercó a los escépticos, a los descreídos y a los que obraban con inmoralidad. Y no consintió que se les humillase o maltratase, advirtiendo que nadie estaba libre de pecado.

Salvó a la adúltera

Salvó a la adúltera, invitando a tirar la primera piedra al que no hubiera cometido nunca una indignidad. Compartió la mesa con todos. Solo mostró reserva hacia los fanáticos de la Ley, los supuestamente piadosos, y hacia los que idolatraban el dinero hasta el extremo de olvidarse de sus hermanos, lo cual significa darle la espalda a Dios. Jesús no escatimó la gracia del perdón y no estableció límites. El perdón siempre es posible. Dios siempre está dispuesto a concederlo, pues no es un rey que anhela poder y responde a los agravios con sed de venganza.

El Dios de Jesús es “el buen Dios que se solidariza con los hombres, con sus necesidades y esperanzas. Que no pide, sino que da; que no humilla, sino que levanta; que no hiere, sino que cura”. Jesús anuncia un Dios que se ha desvinculado de su propia ley porque es Padre, Abba, infinita misericordia. “No es el Dios de los temerosos de Dios, sino el Dios de los sin Dios. ¡Una revolución del concepto de Dios verdaderamente inaudita!”. Este mensaje resultó insoportable para el poder político y religioso. Jesús sabía que ser coherente con lo predicado le acarrearía la muerte. No murió para pagar una deuda, sino para sellar una nueva alianza con el hombre.

¿Fue la resurrección un hecho histórico? No en el sentido habitual. No se trata de un hecho que pueda verificarse empíricamente. La resurrección fue “un cambio radical a un estado diferente, a vida distinta, nueva, inaudita, definitiva, inmortal: ¡totaliter aliter!, distinta por completo”. Es algo inimaginable e irrepresentable para cualquier lenguaje del mundo físico. Solo podemos aventurar que –gracias a la resurrección– el hombre es salvado como totalidad, con su alma y con su cuerpo glorificado, espiritualizado.

Misión en el mundo

Hans Küng finaliza su ensayo cristológico destacando que la fe proporciona paz, pero no nos libra de los problemas del mundo real. Seguir a Jesucristo nos humaniza. Nos recuerda que los otros no son antagonistas, sino hermanos o, más sencillamente, el prójimo. El cristiano está obligado a imitar al buen samaritano. Ese es su papel en el mundo: curar, auxiliar, acompañar, escuchar, abrazar, contagiar esperanza.

Joseph Ratzinger escribe su ‘Jesús de Nazaret’ “desde arriba”, priorizando la dimensión sobrenatural. Hans Küng invierte esa perspectiva, ahondando en la humanidad de Jesús. No es cierto que minimice su condición de hijo de Dios. Simplemente, prescinde de las mayúsculas y los títulos mayestáticos. Su forma de proceder me parece más fiel al espíritu del Evangelio. Nos asusta que Jesús sea tan humano, pero ahí está su grandeza.

Los gestos aperturistas del papa Francisco se mueven en esa línea. Al parecer, Küng, que elogió al Pontífice en varias ocasiones, se carteó con él hasta que su salud se lo permitió. Lamento mucho que no se levantara la sanción contra el teólogo suizo, pero me quedo con ese intercambio epistolar que revela una voluntad recíproca de entendimiento. Un verdadero cristiano nunca se niega a dialogar.

Quedamos huérfanos

La historia de este artículo, que empezó a escribirse poco antes de la muerte de Küng, sugiere que la providencia existe, pero no actúa como una especie de intervención a distancia, sino como una inspiración que nos mueve a sacar lo mejor de nosotros mismos. La desaparición del teólogo suizo nos deja un poco huérfanos a todos los que creemos en una Iglesia basada en el encuentro y la acogida, y no en la exclusión y la condena. Jesús murió por todos, no por muchos, como estableció Benedicto XVI.