Jesús, entre los dioses conocidos


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Cuando el apóstol Pablo se presentó en el Areópago de Atenas dijo con aguda ironía a los que se habían reunido a discutir con él: “Atenienses, veo que ustedes son, desde todo punto de vista, los más religiosos de todos los hombres. En efecto, mientras me paseaba mirando los monumentos sagrados que ustedes tienen, encontré entre otras cosas un altar con esta inscripción: ‘Al dios desconocido’” (Hc. 17, 16-34). El autor del libro de Los Hechos señala también que “todos los atenienses y los extranjeros que residían allí no tenían otro pasatiempo que el de transmitir o escuchar la última novedad”. Es fácil comparar esta escena con aquello que se puede observar en nuestros días.



Quizás hoy somos mucho más politeístas que aquellos griegos, los monumentos a “dioses conocidos” se pueden encontrar en todas partes: el dios dinero, los dioses que juegan al fútbol y son adorados en el mundo entero, el dios de la fama, el dios del poder, los dioses de los medios de comunicación, la lista es muy larga, estamos rodeados de “dioses conocidos”. Parece que nosotros también, como decía Pablo, somos “los más religiosos de todos los hombres”. Además, como en la época de aquellos atenienses, en nuestro tiempo el pasatiempo preferido es “transmitir o escuchar la última novedad”.

Al leer esos textos nos sentimos tentados de repetir aquella conocida expresión que dice “no hay nada nuevo bajo el sol” y, luego, continuar con nuestra vida cotidiana rodeados de ídolos y ansiando alguna primicia. Sin embargo, en nuestros días hay algo completamente nuevo. Algo que inclusive le impediría a San Pablo continuar con su discurso: “ahora, yo vengo a anunciarles eso que ustedes adoran sin conocer”, para luego comenzar a presentar a aquel auditorio la figura de Jesús de Nazaret. Hoy, Pablo, no podría hacer eso porque, curiosamente, ¿lamentablemente?, Jesucristo integra la galería de “los dioses conocidos” y hasta la expresión “resucitar de entre los muertos” se repite con naturalidad y sin provocar reacción alguna.

Infinitamente más

Quizás sea el tiempo de dejar de hablar de Jesús de Nazaret y su mensaje como se habla de “un Dios conocido”, un Dios que está en las raíces de nuestra cultura, un Dios que se puede enseñar en las escuelas, un Dios que es obligación conocer y obedecer, un Dios aprendido de memoria en puntillosos catecismos. Quizás no sea una mala noticia que la cultura contemporánea le haya dado la espalda a ese Dios tan “conocido” y esté buscando a tientas el “altar del Dios desconocido”, el altar de un Dios que no sea “evidente”, que sea misterioso; un Dios que no sea un amigo con el cual parlotear o un policía al que temer, sino una presencia y una fuerza interior en la cual encontrar una respuesta a las preguntas más secretas del corazón; un Dios desconocido en el cual “vivimos, nos movemos y existimos” (Hc. 17, 28) como aquel Dios del que habla Pablo en el Areópago.

Si, como parece, se ha cometido la blasfemia, seguramente inconsciente, de colocar en la lista de los “dioses conocidos” a aquel que es “más grande que el Templo”, a aquel que es “el Señor del sábado” (Mt, 12,5-8), a aquel que “Dios resucitó de entre los muertos” (Hc. 2,22-41); entonces el descreimiento de nuestros contemporáneos con respecto a ese Dios no es una mala noticia sino una extraordinaria oportunidad. Una oportunidad para anunciar como Pablo al “Dios desconocido”; una oportunidad para decir que Jesús de Nazaret es infinitamente más que eso que creemos conocer.

Cuando, después de dos mil años de cristianismo, las noticias que llegan a través de los medios de comunicación informan que muchos de nuestros niños y jóvenes no saben quien fue Jesús, entonces los cristianos podemos paralizarnos y, enojados, preguntarnos: ¿qué hemos hecho, cómo es posible? Pero también podemos descubrir que se abre ante nosotros una extraordinaria oportunidad: abandonar esa decadente literatura que habla de un Jesús “conocido”, un Jesús hecho a nuestra medida, y anunciar con alegría y valentía “lo que nadie vio ni oyó y ni siquiera pudo pensar, aquello que Dios preparó para los que lo aman” (1 Cor. 2,9).