Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

¡Hemos venido a jugar!


Compartir

A veces me pregunto cómo es posible que las personas de mi generación sigamos vivas. Cuando echo la vista atrás, recuerdo que los columpios del parque no estaban acondicionados con ningún tipo de suelo acolchado, así que, si te caías, era fácil dejarte mucha piel y algún diente en el intento. También nos lanzábamos a andar en bicicleta sin casco ni protecciones, así que teníamos siempre las piernas llenas de moratones y las manos rebosantes de mugre. Eso sí, con una sacudida ya se consideraban suficientemente limpias como para llevarnos cualquier porquería a la boca. Está claro que no era la situación más segura ni la más higiénica, pero a veces me sorprende comprobar que no hemos crecido con excesivos traumas, aunque quizá sí con algún que otro punto de sutura o alguna inyección antitetánica de urgencia.



Con eso de que la mayoría de los niños en España comienzan el colegio durante esta semana, he escuchado en las noticias cómo entrevistaban a un psiquiatra infantil que ofrecía pistas para facilitar a los más pequeños el regreso a las aulas. Claro, me ha resultado inevitable hacer memoria de esa época del pleistoceno en la que yo me encontraba en tal encrucijada, pero no recuerdo que volver a clase después del verano me supusiera demasiada dificultad, por mucha incertidumbre que siempre implique lo nuevo. Está claro que estamos en otro momento y que ahora somos más sensibles a las necesidades y vivencias de los más pequeños, pero algunas veces tengo la sensación de que queremos tener demasiadas seguridades en algo tan complejo como es querer y cuidar a los otros.

Actores principales

Toda protección del otro tiene un límite. Sin duda tenemos que prevenir ciertos riesgos y, por ejemplo, evitar que en la más que probable caída de un columpio un niño se juegue la integridad física, pero, por más que queramos, no podemos proteger a las personas que queremos, ni siquiera a nosotros mismos, de que la vida les magulle. Como decían los concursantes de un programa de mi infancia cuando les proponían “plantarse” para asegurarse un premio, ¡hemos venido a jugar! Convertirnos en actores principales y no en meros espectadores de la propia existencia implica siempre un riesgo. Nada ni nadie nos asegura que nos libraremos de frustraciones, desengaños, cansancios, fracasos, dificultades o decepciones, pues son posibilidades inevitables que acompañan la maravillosa decisión de vivir.

0ff878d506c976fd5f812cd8b8c5f948f6e06d8d

Como los niños, todos nosotros tenemos la oportunidad de comenzar un nuevo curso arriesgándonos a vivir, poniendo en juego todas las cartas recibidas y sin guardarnos ninguna por miedo a perderlas, como hizo el único siervo que mereció el reproche del Señor por haber enterrado el talento dado (cf. Mt 25,24-28). En la mayoría de los casos, no habrá acolchados, cascos ni rodilleras que nos den la seguridad de que no saldremos arañados de las circunstancias o del encuentro con los demás, pero ¿acaso vamos a dejar por eso de jugar la existencia?