Hace poco hemos celebrado la fiesta de Todos los Santos y la Conmemoración de todos los fieles difuntos, festividades ambas que, si se añade la popular Halloween, hacen de la muerte, en cierto modo, la protagonista de nuestras vidas. Normalmente, la muerte nos vuelve piadosos, quizá por su desmesura y lo que supone de amenaza para nosotros mismos. Pero, en ocasiones (por ejemplo cuando el finado es considerado alguien especialmente perverso y malvado) se destacan sus aspectos más desagradables.
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Rey seléucida Antíoco IV Epífanes
Así se cuenta, por ejemplo, en el segundo libro de los Macabeos, la muerte del rey seléucida Antíoco IV Epífanes, que, para la tradición bíblica, pasa por ser un cruel perseguidor del judaísmo:
“El Señor, Dios de Israel, que todo lo ve, lo castigó con una enfermedad incurable e invisible […] En el cuerpo del impío pululaban los gusanos, caían a pedazos sus carnes, aun estando con vida, entre dolores y sufrimientos, y su infecto hedor apestaba todo el ejército. Debido al repugnante hedor, nadie podía llevar ahora a quien poco antes creía tocar los astros del cielo. Así, herido, entumecido en todo momento por los dolores, comenzó a debilitarse su excesivo orgullo y a llegar al verdadero conocimiento bajo el castigo divino” (2 Mac 9,5.9-11).
Y en el siglo IV, Apolinar de Laodicea, citando a Papías de Hierápolis ‒un autor del siglo II‒, se refiere así a la muerte de Judas: “Judas no murió ahorcado [cf. Mt 27,5], sino que vivió, pues fue cortada la cuerda antes que quedara asfixiado. Y los Hechos de los Apóstoles muestran esto, que cayó de cabeza, y se abrió por la mitad, y salieron todas sus entrañas [Hch 1,18]. Este hecho lo refiere más claramente Papías, el discípulo de Juan, en el cuarto libro de su ‘Exposición de las palabras del Señor’, como sigue: ‘Judas anduvo por este mundo como un ejemplo terrible de impiedad; su carne, hinchada hasta tal extremo de que donde un carro podía pasar sin estrechez, él no podía pasar, ni siquiera la masa de su cabeza. Dicen que sus párpados se hincharon hasta el punto de que no podía ver la luz en absoluto, en cuanto que sus ojos no eran visibles ni siquiera para un médico que mirara con un instrumento; tanto se habían hundido en la superficie. Sus partes vergonzosas dicen que aparecían más repugnantes y mayores que cuanto hay de indecoroso, y que echaba por ellas de todo su cuerpo pus y gusanos. Y después de muchos tormentos y castigos murió, dicen, en un lugar de su propiedad, que quedó desierto y despoblado hasta el presente a causa del mal olor. Es más, hasta el día de hoy no puede nadie pasar cerca de aquel lugar si no se tapa las narices con las manos. Tan enorme fue la putrefacción que se derramó de su carne sobre la tierra’”.

La muerte es, naturalmente, la amenaza por antonomasia de la vida, por eso no hace falta destacar sus aspectos más negativos para que ya de suyo resulte terrible.
