José Luis Pinilla
Migraciones. Fundación San Juan del Castillo. Grupos Loyola

Gritos (dedicado a mis amigos canarios)


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Se siguen oyendo los gritos. Y sus ecos. Gritos de migrantes ahogándose en el mar y gritos de auxilio para quienes les intentan ayudar. Canarias es un grito del que no puedo dejar de hacerme eco. El último en hacerlo ha sido un ‘tweet’ que estalla en las pantallas: “Gritos en medio de la noche y personas a la deriva en alta mar. Solo la empatía nos podrá convencer del sufrimiento de quienes llegan a nuestro país. Primemos la acogida y la integración. Combatamos a las mafias y ayudemos en los países de origen. No estáis solos”. Firmado Juan Carlos Elizalde, obispo de Vitoria y presidente de la Subcomisión de Migraciones de la CEE.



Hace pocos días uno parecido esta vez de la red Migrantes con Derechos de Canarias, que denunciaba “ la pasividad, indiferencia, improvisación y dejadez de las administraciones ante la realidad migratoria”. Y advirtiendo a toda la ciudadanía para que “no se caiga en la indiferencia y el silencio cómplice” con la realidad de exclusión social de las personas migrantes y que legitima la “cultura del descarte”.

Me aturden estos gritos. Y se encadenan a los de aquella madre que gritaba en el Mediterráneo cuando los equipos de rescate de Open Arms intentaron rescatar personas en alta mar y cedió el suelo de su patera. Es lo que pasa cuando se les abandona en el mar. Y dejé escrito para futuros artículos: De entre los ahogados me llegó al hondón del alma nuevamente la muerte de un bebe. Y no sé si , al visionar un vídeo del rescate, me dolían más las imágenes contempladas que los gritos desgarradores de los que buscaban salvarse. Entre ellos los de la madre del bebé. Me pareció percibir que hasta las olas gritaban. Es lo que os digo.

Gritan las olas

El dolor de la herida, las lágrimas y la rabia contenida, la impotencia y riesgo a morir no solo se ven y se sienten “desde la valla”. No solo lo producen las fronteras. Precisamente en un mundo creado como Casa común para todos. Todo eso también lo produce la insolidaridad en cualquier lugar.

Y (perdonadme el juego de palabras) todo eso lo produce también en este caso la “insularidad” que –en Canarias y otras islas– se agranda a causa de quienes deben alejarse menos de ellas y de ellos (los migrantes). La insularidad reclama justicia, mayor cercanía y enorme solidaridad. Frente a la “insularidad”, solidaridad multiplicada.

Que la lejanía no evite que los gritos, los dolores y los llantos lleguen a nuestro oídos con la fuerza de lo cercano. Con la necesidad de aproximarse. Distancia agrandada y vergonzosa de muchos responsables de todo tipo que provocan injusticias y desprecio hacia a los aislados y excluidos. Desprecio a la fraternidad.

Siento su soledad ( la de Canarias y la de los migrantes) tan cerca como si fuera mía. No entiendo la imposibilidad de acogerlos en la Península. Siento la rabia. Y la impotencia. Que será vencida por la fraternidad de todos soñada. Y por todos construida desde cualquier lugar. Por la esperanza en suma.

Gritan las olas

Rugen las olas

Y si no lo hicieran ni ellas ni nosotros, gritarían las piedras. Incluso los vientos canarios lo repartirían por los cuatro puntos cardinales. Y el fuego de El Teide lo derramaría por todos los lugares para recordarnos las brasas del amor para solidarizarnos con el pueblo canario tan ejemplar. Ese fuego escupido del volcán recordaría para quien se inhibe y se lava las manos aquello del profeta encarnado y cercano: “Apartaos de mi malditos porque fui extranjero y no me hospedasteis. Id al fuego eterno”.

Rescate de cuerpos sin vida en Orzola (Lanzarote) patera migrantes

En cambio para aquellos que se “mojan” literalmente incluso en el salvamento, la acogida y la inclusión el profeta encarnado les dice: “Heredad el Reino preparado para vosotros desde la creación del mundo”. Ciertamente reino “de” y “para” aquellas personas –santos de la puerta de al lado– que en la noche del 25 de noviembre en el pequeño pueblo pesquero de Órzola (Lanzarote) fueron los primeros en llegar a la orilla de rocas, formaron una cadena humana, vaciaron los bidones de gasolina de la barca para usarlos como boyas y comenzaron a rescatar con la única luz de los teléfonos móviles. Luz salvadora y no precisamente de fuego eterno.

Alguno de ellos cuenta haber oído el llanto de un niño mientras rescataba a otras víctimas. Al volver de la orilla el llanto del niño no se oía más. Son los gritos del silencio.

Más que grito de la olas, fueron los gritos humanos, los que movilizaron a cada uno de los vecinos que presenció la desgracia desde el agua o desde la orilla. Gritos que llegaron a José Antonio, un carpintero jubilado de 67 años, que sin saber nadar trajo a tierra a varios supervivientes. Dice su familia que al volver a su casa pasó doce horas mudo. “Lloraba como un niño chico. Estaba en estado de shock”, cuentan su hija y su esposa en la puerta azul de su casita encalada. “Eran gritos desgarradores”.

Y no eran de la olas

Hoy debemos seguir oyendo los gritos de nuestros vecinos insulares.

Y sus ecos.