Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Goodwin o el síndrome del salvador


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No hace mucho que he empezado a ver una serie titulada “New Amsterdam”. Este es el nombre de un hospital público de New York que tiene nuevo director médico, Max Goodwin, quien tiene el propósito de dar un verdadero giro al centro. Como su apellido parece profetizar, él es un idealista empedernido que está convencido de que el bien gana siempre y se empeña, además, en situar al paciente por encima de los recursos económicos e, incluso, por encima de aquello que está permitido.



Con mucha delicadeza en el trato, no tiene reparos en plantear que, si el sistema no funciona, hay que cambiarlo. A pesar de ser el director, recorre el hospital con uniforme de médico y, a pie de calle, se preocupa de escuchar la opinión incluso de conserjes y empleados de la limpieza.

El ser humano en el centro

Como un mantra, nuestro protagonista repite una pregunta cada vez que alguien se acerca a él: “¿En qué te puedo ayudar?”. Esta disposición a buscar con empeño el bien de los otros va sacando a la luz aspectos de los demás que no resultaban evidentes al principio y contagia en ellos el deseo de apostar por poner al ser humano en el centro de toda su actividad. Su actitud, no solo cambia el hospital, sino también a quienes se relacionan con él.

El actor Ryan Eggold interpreta al doctor Max Goodwin en ‘New Amsterdam’

Con todo, una de las cosas que más me gusta es que Goodwin también va sufriendo un cambio personal a lo largo de los capítulos, pues una enfermedad obliga a ir aprendiendo que, para poder ayudar a los demás, primero tiene que cuidarse él, lo que no le resulta nada sencillo.

Amor comprometido

Es fácil encontrarnos en el ámbito religioso con personas como Goodwin, que se desviven por ayudar a los demás y que no escatiman esfuerzos con tal de sacar adelante los retos que se plantean. Pero, como el protagonista, tras este amor comprometido por los otros, a veces también late cierto “síndrome del salvador” que, no solo les carga con una responsabilidad abrumadora que no les corresponde, sino que olvidan aprendizajes necesarios, como que todo no depende de ellos o que cuidándonos podremos cuidar mejor a los demás.

Esta lección tan difícil de integrar es, en realidad, una de las consecuencias del mandamiento principal que, por evidente, no siempre somos capaces de reconocer. Cuando Jesús nos recuerda la exigencia del amor, cita al Antiguo Testamento afirmando: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mt 22,39).

Si no nos queremos a nosotros mismos como para tratarnos con cariño, cuidarnos y mirarnos con ternura, ¿cómo vamos a hacerlo con los demás? ¿No correremos el riesgo de convertir esa ayuda a otros en un modo de rellenar la ausencia de ese sano amor propio que escasea? Amar como nos amamos parece una lección sencilla, pero aprobar el examen práctico nos cuesta también a nosotros, como a Goodwin, varios capítulos de nuestra vida.