Francisco: el amor no pasa nunca


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Cuando salía el féretro del Papa de San Pedro, creí que echaría a llorar, pero me acordé de las veces que estuve con él en su apartamento y nos reíamos con sus golpes de gracia. Un día le pregunté cómo aguantaba tantas críticas e insultos. El humor nos salva, me dijo. Las personas de fe reparten alegría, porque tienen esperanza. Los que se piensan ilustrados porque creen saberlo todo, pero son incapaces de tener misericordia y empatía, están, como amargados, perdiendo la vida.



Escucharle era una experiencia de vida. A lo largo de la conversación, iba como desbrozando de malas hierbas, espinas y piedras las páginas del Evangelio. Sonaba todo a nuevo. Porque la tradición es viva, crece y se complementa con novedades necesarias. Su sencillez era profunda, de verdades eternas. Se gozaba en su presencia.

Era consciente de este mundo convulso, y la Iglesia no podía mirar a otro lado, ni estar en la retaguardia esperando a que sucedieran los acontecimientos; debía dar respuestas, sobre todo, a los más pobres y necesitados. Aquellos que no tienen dónde agarrarse. Son nuestros hermanos. La Iglesia ha de estar en la vanguardia, en salida, por los caminos del mundo, samaritana, acogiendo al desvalido. El buen samaritano no le preguntó quién era, qué religión profesaba, cómo vivía… le miró y se conmovió.

Feretro

Las tentaciones de poder, de gloria, de soberbia, de enriquecimiento… son las mismas que ya Cristo rechazó en el desierto. El boato, la vanidad no sirven para nada, alejan a los pobres y engañan a los sencillos. Los pobres nos hacen volver al buen camino, a Cristo, que no tenía dónde reclinar la cabeza.

Claro que, después, vendrán los profetas de calamidades que se creen en la verdad, pero que sus vidas no se corresponden con lo que predican, y se les conoce muy pronto, pues su soberbia manifiesta lo que son: muchas palabras y pocos hechos… como los doctores de la ley.

Plenitud

Nos ha quedado su grito: en la Iglesia cabemos “todos, todos, todos”. Una reiteración como cuando decimos “por mi culpa, por mi culpa, por mi gran culpa”, o aclamamos a Dios “Santo, Santo, Santo”: es la plenitud. Luego viene la soberbia: yo que soy un servidor fiel, escrupuloso en la verdad, que no te he fallado en nada, viene ese hijo tuyo y le haces una fiesta. Y las críticas: se rodea de prostitutas y come con pecadores.

Cuando acabó la celebración y el féretro volvió a San Pedro, para llevarle luego a su sepultura, al verle pasar, le susurré el nombre de algunas personas que me pidieron le recordara ¡cuánto le querían!… y ya, brotándome las lágrimas, le dije: mi querido papa Francisco, gracias por todo lo que nos has querido. ¡Ánimo y adelante!

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