Frágiles y desorientados, importantes y necesarios


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En aquel inolvidable discurso pronunciado antes de la bendición Urbi et Orbi del 27 de marzo pasado, frente a la plaza de San Pedro desierta, el Papa Francisco dijo: “Nos dimos cuenta de que estábamos en la misma barca, todos frágiles y desorientados; pero, al mismo tiempo, importantes y necesarios, todos llamados a remar juntos…”. Un mes después de aquella fecha la fragilidad y la desorientación se han convertido en el pan de cada día para millones de personas y la pandemia ha transformado el mundo y también la Iglesia.



En primer lugar, observemos la Iglesia. Descubrimos que aquella cuaresma, que comenzó como muchas otras repentinamente, dejó de ser un tiempo litúrgico con privaciones y renuncias simbólicas, y se convirtió en un tiempo de angustias reales y apremiantes. Los ritos fueron superados por la realidad. Las procesiones, los viacrucis, las ceremonias penitenciales perdieron su poder de simbolizar la frágil condición humana porque la fragilidad misma salió a las calles. La cuaresma se convirtió en cuarentena y la Pasión del Nazareno no necesitó de representaciones rituales para pasar por delante de las puertas de nuestros hogares. En algunas ocasiones, la tragedia de la cruz entró en las casas.

La realidad cotidiana, además de asemejarse a las películas de ciencia ficción, se transformó en un relato bíblico, y la Iglesia recuperó algunos rasgos de su rostro de los primeros tiempos: sorpresivamente los cristianos en lugar de reunirse ante los altares, “partían el pan en sus casas, y comían juntos con alegría y sencillez de corazón” (Hch.2,46). Cuando las iglesias se vaciaron, en ese mismo momento se multiplicaron: infinidad de hogares se convirtieron en lugares de oración y de encuentro (y reencuentro) con Dios y los hermanos.

Con la excepción de algunos pequeños pero ruidosos grupos que aún celebran los sacramentos como si se trataran de rituales de magia, la inmensa mayoría del Pueblo de Dios reaccionó con notable madurez. Sin que ningún plan pastoral lo propusiera, ante las dificultades para celebrar la eucaristía repentinamente, la noción de “Pueblo de Dios” recuperó toda su fuerza original y la Iglesia volvió a experimentarse a sí misma como la comunidad de los bautizados ejercitando el sacerdocio común de los fieles. Y, también sin que nadie se lo hubiera propuesto, en ese mismo momento el sacerdocio ministerial recuperó su sitio y la irreemplazable dimensión de su servicio.

Curiosamente, la experiencia de la fragilidad y la desorientación provocada por la pandemia permitió, para sorpresa de unos y otros, que laicos y pastores reencontraran sus lugares “importantes y necesarios” con respecto a la celebración de la eucaristía y a la vida de las comunidades. Quizás todo lo que se ha dicho en los últimos tiempos sobre la urgencia de superar el clericalismo, y todo lo que se ha reflexionado sobre la dimensión sacerdotal de la comunidad de los bautizados, resulte finalmente menos importante y transformador que esta experiencia vital. Los laicos y los sacerdotes asumieron naturalmente su lugar y con la fuerza de su oración hicieron patente la presencia de Jesús en sus vidas y en la sociedad.

Un mensaje para todos

Pero las transformaciones no solo afectaron el interior de la Iglesia sino también su lugar en la sociedad. La figura del Papa Francisco, solo ante la plaza desierta proyectada al mundo entero por las cámaras de la televisión, refleja mucho más de lo que las palabras pueden expresar. El poder estremecedor que emana de esa imagen radica en el hecho de que todos los que la observan, cualesquiera sean sus convicciones religiosas, se experimentan a sí mismos como presentes en esa plaza. Sobre esas piedras empapadas por la lluvia se pueden observan algunos técnicos y adivinar la presencia de unos pocos empleados vaticanos, pero ese vacío está cargado de un poder simbólico extraordinario: en todas las culturas la plaza es el sitio que congrega al pueblo. Todos los que observan la escena en ese momento, y los que la observarán después, se hacen vigorosamente presentes como un único pueblo. Lo que ve el que mira la escena en la pantalla es un hombre vestido de blanco y una plaza vacía, pero lo que experimenta en su cuerpo es la pertenencia a un pueblo, a una fraternidad que no reconoce fronteras y que comparte en ese instante un mismo tiempo y vibra en un mismo espacio.

El Papa se dirige a todos ante unas cámaras que multiplican su imagen hasta el infinito. Sin dudas, el soporte de ese fenómeno es electrónico pero lo que la electrónica refleja y no se ve, lo que las cámaras muestran aunque no lo pueden captar, es algo que va más allá de las imágenes y solo se puede describir como un acontecimiento profundamente humano y espiritual. Sin dudas el que habla es un hombre de convicciones religiosas, pero es evidente también que ese hombre transmite un mensaje que va más allá de esta o aquella religión, que transmite un mensaje que al ser pronunciado convierte a todos en un pueblo en el que los “frágiles y desorientados” son “importantes y necesarios”.

Sí, casi sin darnos cuenta atravesamos la cuaresma y la pascua para sumergirnos en un sorprendente Pentecostés y ahora somos testigos de lo ocurrido: “de pronto una fuerte ráfaga de viento resonó en toda la casa (…) y la multitud se llenó de asombro, porque cada uno los oía hablar en su propia lengua” (Hch. 2,6).