Uno de los grandes inventos en cuestión de transportes es el “vagón silencio”, cuyo uso es aún más tentador en ciertas situaciones. Así me lo compartió el otro día quien se sentaba a mi lado, confesándome que había optado por este vagón silencioso después de coincidir demasiadas ocasiones con “despedidas de soltero” haciendo el mismo trayecto. Más allá de la peculiaridad de ese ritual de iniciación que ya evitan hasta los bares, me resulta muy llamativo cómo el volumen en el que hablamos resulta una cuestión muy vinculada a la cultura. De hecho, más de una vez, estando fuera del país, he ubicado a algún compatriota más por el tono de su voz que por el idioma en el que estaban hablando. Lo digo, además, como parte afectada en esta costumbre de hablar alto, recordando con nitidez cómo un compañero, ya hace años, se refería a mí como “ese chorro de voz incontrolable”.
Como sucede con esa frecuente costumbre de alzar la voz cuando hablamos con alguien que no conoce nuestro idioma, pensando que así nos van a entender mejor y tratándolos más como sordos que como extranjeros, también es habitual la convicción de que, si gritamos, tenemos más razón. Me da a mí que mucha de esta inconsciente convicción de que lo más bullicioso es más real tiene que ver, sobre todo, con nuestra dificultad para entender lo importante y confiar en lo pequeño. La paradoja es que, con frecuencia, lo débil resulta más fuerte y más verdadero que lo ruidoso, por más que se empeñe en preferir lo sutil y discreto, optando, como el Siervo de Isaías, por no vociferar, alzar el tono, imponerse sobre nadie ni hacerse oír en demasía (cf. Is 42,2).
A veces las afirmaciones más categóricas, los taconazos más rotundos o las seguridades más inamovibles son como el clavo ardiendo al que buscamos agarrarnos ante la incertidumbre. Esa misma incertidumbre que provoca la obstinada persistencia de aquellas certezas sobre las que podemos edificar la existencia. El susurro de una intuición constante, la confianza incierta que implica vivir en búsqueda o la intemperie a la que nos lanza sabernos en Buenas Manos son realidades aparentemente frágiles, pero que permanecen, terca y calladamente, ofreciendo un suelo lo suficientemente seguro como para mantenernos en pie.
No tengo nada claro si el Bautista ejercía de mediterráneo en esto del tono de voz, pero me parece que cuando los evangelistas lo identifican con la “voz que grita en el desierto” (Mt 3,3), no se refieren tanto a los decibelios con los que predicaba como a ese mensaje que tiene que ser dicho y que es verdadero… aunque solo sea escuchado por quienes se animen a transitar la inseguridad del desierto.