A veces, es difícil hablar con personas a las que conoces pero que parecen no conocerse a sí mismas. Observas, callas y te preguntas: “¿Cómo es posible que digan eso?”. Tanto si se ensalzan o defienden como si no hablan bien de otros.
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Recuerdo en la Escuela de Tiempo Libre, cuando preparábamos a jóvenes para ser educadores de campamentos, que hacíamos un ejercicio de autoconocimiento y de comunicación interpersonal con el modelo de ‘La ventana de Johari’. En el fondo, nos ayudaba a descubrir lo que nosotros sabemos de nosotros mismos y los demás saben de nosotros. Muchas veces, nos damos cuenta de que somos ciegos a nuestro propio conocimiento y los otros saben de nosotros lo que nosotros ni siquiera somos conscientes.
Nos reinventamos sin cimientos, hacemos castillos en el aire, creemos como real lo imaginado. El pasado se emborrona y lo descuartizamos según nuestros deseos, con bastante bondad y cierto angelismo. A veces, vivimos en ensoñaciones, es decir, fantaseamos con lo que nos hubiera gustado hacer o cómo queremos que nos vean, creyéndonos al final nuestra fantasía. Construimos una visión idealizada de cómo nos gustaría que los demás nos perciban, y muchas veces no son más que evasiones que nos hacen huir de nuestra propia y verdadera realidad.

Para salir de esta mentira, es necesario un acertado acompañamiento espiritual y una vivencia humilde de escucha y diálogo comunitario; entonces, nuestros constructos imaginarios irán perdiendo las parafernalias que los adornan y ocultan para descubrir nuestra verdad desnuda. Solo reconociendo quiénes somos, podremos construir desde los cimientos. Cuando nos echan incienso para halagarnos, es necesario huir como del humo de Satanás.
Unificados en Cristo
El endemoniado de Gerasa (Mc 5, 1-20), salió al encuentro de Jesús y reconoció quién era y qué le pasaba. Era “legión”, tenía encima unas cinco mil personalidades. Me lo imagino lleno de expectativas no cumplidas, conflictos tapados y no solucionados, sentimientos heridos, verdades dolorosas no aceptadas, mitomanías compulsivas, hábitos desestabilizadores… pero reconoció a Jesús como Hijo de Dios, pues se postró ante él. Y es que el diablo (el que divide) es el que más cree en Dios (el que unifica).
No es fácil vivir unificados si no es en Cristo, al que reconocemos de lejos, pero cuesta decirle quién soy. Entonces, si no hay encuentro seguiremos maniatados con cadenas en nuestro sepulcro, que –por mucho que lo adornemos por fuera– no deja de ser lo que es: la visión idealizada y externa de cómo nos gustaría que nos viesen. ¡Ánimo y adelante!