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Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

Élisabeth Leseur, lo que puede el amor paciente


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De entre las vidas poco conocidas en nuestra tierra pero que no se pueden conocer sin que te dejen huella, hoy quiero destacar a una laica francesa en proceso de canonización, esposa valiente y probada en su fe, auténtica maestra en el poco frecuente arte de combinar la firmeza en las propias convicciones, sin asomo de desánimo, con la comprensión y el afecto incondicional hacia quien piensa de otro modo e intenta cuestionar tu fe.



Una mujer intelectual

La vida de Élisabeth Leseur (1866-1914) se presenta no como el relato piadoso habitual de una santa, sino como el apasionante drama íntimo de una mujer intelectual, cuya alma se convirtió en un campo de batalla silencioso, y cuyo legado transformó, inesperadamente, al escéptico más cercano y que más puso a prueba su fe: su propio marido.

Nacida en París como Élisabeth Arrighi, en el seno de una familia de buena posición, su infancia estuvo marcada por una profunda y precoz sensibilidad religiosa, documentada desde sus primeros Diarios. Su mente era tan ávida como su espíritu, demostrando un marcado gusto por lo intelectual y lo artístico, sin perder de vista “lo serio de la vida”, como ella anotaba, combatiendo el egoísmo. El destino puso en su camino de Félix Leseur (1861-1950), un joven brillante, culto, perteneciente a una familia acomodada, pero que ya había abandonado toda convicción religiosa. Llevado por el ambiente materialista de la época y por la lectura de autores libertinos, Félix se había convertido en un ateo convencido, aunque mantenía las apariencias por respeto a sus padres.

A pesar de la abismal divergencia religiosa, ambos jóvenes compartían los mismos gustos refinados, la misma distinción de modales y una amplia cultura. Llenos de entusiasmo joven, celebraron su matrimonio en 1889. Aunque Félix había renunciado a su carrera colonial por amor y prometido respeto a su fe, la vida que siguió se convertiría tiempo después en un campo de batalla sutil, pero constante. Pero no fue al principio, en los primeros tiempos la pareja se sumergió en la vida mundana típica de la çepoca, Élisabeth se habituó a los regresos tardíos, las cenas en restaurantes de moda y los espectáculos.

Elisabeth Leseur

Un libro

El ambiente materialista embriagaba a Félix, quien se aplicaba fervorosamente “a buscar motivos de incredulidad, como un verdadero cristiano busca sus razones para creer”. Había construido una biblioteca personal repleta de los grandes maestros del librepensamiento, el modernismo y el protestantismo liberal, convirtiéndose poco a poco en un hombre intolerante y hasta agresivo hacia las convicciones de su esposa. No obstante, este profundo desacuerdo no mermó el amor mutuo ni la intimidad del hogar. En este periodo, Élisabeth desarrolló su vasta cultura, estudiando latín, ruso e italiano, y la inmersión en la vida social la llevó a perder progresivamente sus hábitos de recogimiento.

Entre 1893 y 1897, los Leseur emprendieron largos viajes (Roma, Argelia, Túnez, Alemania, Europa del Este). Tras el último periplo, Élisabeth había abandonado toda relación con Dios. Un día de 1898, en busca de lectura, le pidió algo a Félix. Contando con “completar la destrucción de su fe”, él le propuso las obras de Ernest Renan, el brillante autor racionalista, y Élisabeth comenzó La Vida de Jesús. El resultado fue inesperado y justo el contrario del que buscaba su marido: su profunda inteligencia y fuerte cultura le permitieron discernir la falta de sinceridad y las hipótesis frágiles que se escondían tras el estilo seductor de la obra. Retomó la lectura de los Evangelios, y el contacto directo con la persona y la palabra de Jesús despertó la intensa vida religiosa de su juventud.

Un nuevo Diario

Airado por el cambio imprevisto de su esposa, Félix redobló sus críticas al cristianismo, escarneciendo lo más preciado para Élisabeth, pero ella sobrellevó estas contrariedades con admirable dulzura y serenidad. El 11 de septiembre de 1899, Élisabeth inició un nuevo Diario. “Me he puesto a estudiar filosofía -escribió- y me interesa mucho. Este estudio aclara muchas cosas y pone orden en el espíritu. No comprendo que no se haga el coronamiento de toda educación femenina”. Meditaba asiduamente el Evangelio y leía a los Padres de la Iglesia y a los santos, lo que le proporcionó el conocimiento necesario para sostener discusiones cerradas con su esposo y amigos ateos, refutando sus argumentos con dulzura y pertinencia.

Los viajes continuaron entre 1899 y 1901 (Rusia, Grecia, Marruecos, etc.), pero la salud de Élisabeth, aquejada del hígado, les obligó a regresar a París. La paz regresó temporalmente durante un verano de 1902 en su casa de Jougne, en el Jura. Sin embargo, fue en Roma, en la Basílica de San Pedro, el Miércoles Santo de 1903, donde Élisabeth recibió una gracia poco común tras la comunión: “Sentí vivir en mí, presente y brindándome un amor inefable, el Cristo bendito… Me sentí renovada por Él hasta las profundidades”. Guardó silencio sobre esta transformación, esperando la hora de la gracia para Félix.

Su profunda convicción, forjada en la “influencia del sufrimiento aceptado”, no le impidió tomar posturas que entraron en conflicto con su esposo. Notablemente, su negativa a aprobar el matrimonio de un amigo de Félix con una persona divorciada provocó la única seria explosión de cólera de su marido en veinticinco años. Élisabeth mantuvo la calma. Amaba profundamente a Félix y su deseo principal era su retorno a Dios, por lo que ofrecía a Dios todas las pequeñas penas, contrariedades y humillaciones “de las que rebosan nuestros días”, junto con las pruebas más graves de su enfermedad y sufrimiento moral.

La muerte de su hermana Juliette por tuberculosis en 1905 la afectó profundamente y marcó un cambio en su alma, aceptando el dolor con mayor paz. Los vínculos espirituales que perduraron con su hermana la hicieron consciente del dogma de la comunión de los santos: “Ni una sola de nuestras lágrimas, ni una sola de nuestras oraciones se pierde, y ellas tienen una fuerza que demasiadas personas no sospechan”, escribió, antes de formular su célebre máxima: “Cada alma que se eleva, eleva el mundo”.

A pesar de no haber recibido la alegría de la maternidad, Élisabeth poseía un tacto especial con los niños. Colaboró activamente en la Union Familiale y luego en la Union populaire catholique, obras que se basaban en la caridad personal y el constante esfuerzo por la elevación de las personas. Este trabajo la puso en contacto íntimo con el sufrimiento humano. Escribía en su Diario: “Cuántas veces una palabra, un gesto que nadie advierte, revelan un sufrimiento ignorado; y si se supiera observar eso como se observan muchas cosas que no valen la pena, se harían muchos descubrimientos y se ahorrarían muchas palabras inoportunas”. Ella, en cambio, acogía a todos con una sonrisa, incluso cuando la visita era inoportuna.

Elisabeth Leseur Y Marido

La prueba de la enfermedad

En estos años, la salud de Élisabeth se deterioró a causa de una enfermedad hepática crónica. Tras ser operada de un cáncer de mama a principios de marzo de 1911, ofreció su vida a Dios. En ocasiones, la aflicción era tal que la dejaba en lo que ella describió como “anonadamiento”, sin espacio para el pensamiento o la oración, sintiendo que solo podía ofrecer su sufrimiento. Esta experiencia de despojo la hizo profundamente comprensiva con el dolor ajeno, escribiendo a un amigo que se quejaba: “Que os tire la primera piedra quien, explícita o íntimamente, no se haya lamentado jamás; no seré yo… Creo que el sufrimiento os ha cincelado y ha puesto en vos una piedad y simpatía humana que la felicidad quizás no os habría dado en el mismo grado”.

En 1912, la pareja visitó Lourdes. La vista de los enfermos impresionó a Félix. Junto a un joven sacerdote paralizado, se decía: “Es criminal traer aquí a semejante enfermo… va a volver desolado…” Pero, para su asombro, el rostro del enfermo reflejaba  una paz profundas. Félix se preguntó: “¿Habrá algo?” Poco después, vio a su esposa en oración ante la gruta: “Tenía ante los ojos… el espectáculo de un hecho que se me escapaba, que no comprendía, pero que me aparecía claramente: lo sobrenatural… Volví a París muy turbado”. En ese mismo instante, Élisabeth pedía a María la conversión de su esposo, convencida de que Dios estaba preparando el terreno.

Pero todavía tenía que pasar el tiempo para que su oración diera fruto, Dios lleva un ritmo que no suele coincidir con el nuestro. Sin embargo, en el verano siguiente, en un paseo con su amiga Sor Marie Goby, Élisabeth predijo su muerte prematura, la conversión de Félix e incluso su futuro ingreso en la vida religiosa. Tal profecía, en aquel momento de ateísmo militante y agresivo de su marido, parecía un auténtico disparate.

En 1913, el cáncer se generalizó, aunque una novena a Santa Teresa del Niño Jesús le concedió un breve respiro. La devoción de Élisabeth por la carmelita era motivo de burla para Félix: “Es infantil, tu pequeña hermana, no es nada en absoluto”. A lo que ella respondía: “Es, por el contrario, muy grande, pero tú no puedes comprender”. El mal avanzaba, pero el resplandor de su esposa asombraba a Félix: “Cuando regresaba a casa, enseguida recuperaba la paz y retomaba una especie de confianza que no lograba explicarme… Era, con seguridad, el resplandor de esa paz íntima, de esa serenidad que Dios concede a las almas que se han vuelto totalmente suyas”.

El retorno a Dios

El 3 de mayo de 1914, tras días de delirio y un momento final de inmensa ternura hacia su esposo, Élisabeth Leseur entregó su alma a Dios. Al contemplar su rostro en paz, Félix presintió que toda la belleza de esa vida no podía ser aniquilada. Al abrir el testamento dirigido a él -donde ella le pedía: “Ama a las almas, reza, sufre y trabaja por ellas”- sintió en primer momento indignación y amargura por la muerte de su mujer. Sin embargo, poco a poco Félix comprendió la magnitud de su sacrificio y el origen de su serenidad.

En junio de 1914, en un tren, Félix percibió de pronto la presencia de Élisabeth: “Tuve la impresión muy neta de que ella estaba allí, a mi lado… me dije inmediatamente: ‘Pero ella vive, su alma está a mi lado… si Élisabeth está viva… quiere decir que el alma es inmortal; quiere decir, por tanto, que Dios existe, que el mundo sobrenatural es la verdad’”. La emoción fue tan intensa que cayó de rodillas en Paray-le-Monial. Aunque intentó convencerse de que era una ilusión emocional, el estallido de la Gran Guerra lo llevó a una nueva búsqueda de sentido ante tal barbarie. Inspirado por Élisabeth, viajó a Lourdes y, en la Gruta, Dios se apoderó de su alma, dándole una paz y serenidad que jamás había conocido: “¡Fui conquistado! Se había hecho la luz”.

De regreso a París, estudió a fondo la fe católica en la biblioteca que Élisabeth había dejado con sus anotaciones. Tras confesarse, comulgó, pero al no sentir la gracia sensible, se desanimó. Fue entonces cuando escuchó internamente la voz de Élisabeth: “¡Sería demasiado cómodo! Si después de haber combatido a Dios y a Jesucristo toda tu existencia de hombre renegado… fueses a poseer de inmediato todas las claridades, todas las consolaciones, sería casi inmoral” .

Félix publicó el Diario de Élisabeth en 1917, encontrando un inmenso éxito al ofrecer un mensaje de vida interior y valor del sufrimiento a una nación en guerra. Cumpliendo la profecía, en 1919 ingresó en el noviciado de los Dominicos de París tomando el nombre de Fray María Alberto y fue ordenado sacerdote en 1923, dedicando su vida a difundir los escritos de su esposa. Murió en 1950, y gracias a sus esfuerzos, la causa de beatificación de Élisabeth Leseur fue abierta en 1955