Algunas veces me abruma la cantidad de actividades que podemos realizar en un día. Incluso, la oración está diseñada como una actividad más. Oración machaconamente mecánica, distraída y cumplidora. Y a otra cosa, mariposa. Rezar, escribir, recibir, cruzar la calle, coger el coche, comer rápidamente, volver, perder casi la voz al anochecer, ir a más de cien pulsaciones por minuto, no poder quedarte un rato más, otra actividad, los wasaps, ir de un lado a otro, las citas necesarias e imposibles, leer, llamadas, la agenda llena, los e-mails, las prisas, lo imprescindible, la enfermedad o la muerte.
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Bastan cien caracteres para describir la marabunta en la que estamos metidos casi todos. Algunas personas lo llevan bien, otros fatal, entre los que me encuentro. Creemos que si nos paramos será la gran catástrofe porque con nosotros se parará el mundo, y somos tan prescindibles, que muchas cosas se regulan solas. Quizás deberíamos dejar hacer un poco a Dios por medio de otros. Si no, no vivimos.
De tiempo en tiempo, suele ocurrir, porque una actividad se ha caído de la agenda, que tengo unas cuantas horas libres, o una tarde. Y me dejo sumergir en el silencio. Ni imágenes, ni letras, ni sonidos, ni luces, solo la luz del día o la oscuridad del anochecer y el silencio. Respiro tranquilo, armonizo mis movimientos, sin prisas, no es yoga, no es zen, es vida. Tomo conciencia de mi cuerpo y de las cosas que me rodean. Miro con paz, contemplo mi alrededor, los cuadros de la pared, los libros que he utilizado, o simplemente hojeado, amontonados en la mesa, los cuadernos y más libros en las estanterías, los recuerdos que me van dando, la cruz de “el Señor de la Ternura” y los iconos que lo rodean (frente a los que oro), en definitiva, mi templo y mi hogar. El olor del café recién hecho lo impregna todo, sorbo a sorbo entro en trance, me ensimismo y dejo que pase el tiempo.
Oración verdadera
Leyendo los apotegmas de los Padres del Desierto, descubrí el valor del silencio. Aprender a escuchar la verdad en el silencio, como un acto de amor. Huir del ruido exterior, que no es solo sonido, sino que son deseos, fantasías, pasiones, miedos, heridas que gritan, vanaglorias, odios… Callar exteriormente hace que el corazón se calme. Si callas interiormente, abres la puerta a la oración verdadera. Entonces, habló Abba Arsenio: “A menudo, me he arrepentido de haber hablado, nunca de haber guardado silencio.” En el silencio, como en el desierto, se fragua la sabiduría, que te abre al misterio de Dios. ¡Ánimo y adelante!

