El Reino de Dios como una nueva forma de comunicación


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Al leer y releer las múltiples reflexiones que se hacen desde la Iglesia sobre el fenómeno en el que se han convertido los medios de comunicación sorprende la dificultad para profundizar y comprenderlo. De una manera u otra no logramos superar un nivel de análisis que reduce los medios de comunicación justamente a eso, a medios, y que solo logra concluir que “todo depende de como sean utilizados”. De esa forma internet o un poderoso multimedia son reducidos a un objeto similar al cuchillo que está sobre la mesa de la cocina: “todo depende de como sea utilizado”. 

Quizás sea tiempo de que los teólogos tomen la palabra y esta deslumbrante revolución de la comunicación sea vista como un ‘lugar teológico’, un espacio desde el que se puede reconocer un modo particular de la revelación de Dios y que sirve al cristiano como herramienta para su crecimiento. Por ejemplo, es posible que sea necesario reflexionar de manera nueva sobre las palabras en las que Jesús habla del Reino de Dios. ¿Se puede descubrir en ese anuncio la invitación a expresar y construir una forma nueva de comunicación? ¿Qué implicancias tendría una mirada desde ese punto vista?

La pregunta puede plantearse a partir de una experiencia que debería urgirnos a buscar y encontrar algunas respuestas: en nuestros días los medios de comunicación en su conjunto se han convertido en una estructura que ordena y da cohesión a la sociedad y esa ha sido desde siempre una de las principales funciones de las religiones. Los medios han creado una verdadera religión, (hoy por hoy la única religión verdadera), en torno a la cual gira la vida y desde la cual brota una moral y un culto.

Desde ese inmenso y misterioso “templo mediático” (construido no sobre piedras sino sobre sorprendentes tecnologías) se proclaman los dogmas a los que todos debemos someternos y desde allí se enuncian las verdades que pretenden regir nuestras vidas. Todo lo que hacemos, pensamos o deseamos gira en torno a aquel invisible y omnipotente dios que habita en el interior de ese templo y que está en todas partes, escucha todo y llega con sus mandatos hasta lo más secreto de nuestro cerebro y nuestro corazón.

Formas de comunicación y el evangelio

En este contexto parece necesario volver a escuchar la desafiante voz del Maestro: “Destruyan este Templo y en tres días lo volveré a edificar”, y escuchar nuevamente el desconcierto de los nuevos sacerdotes ante tan temeraria afirmación para, finalmente, escuchar también otra vez al evangelista señalar: “pero el se refería al Templo de su cuerpo”.

La Ley de Moisés estableció una forma de comunicación entre los judíos que le dio identidad a ese pueblo y en torno a ella y al Templo giró toda su vida. Esa antigua ley proporcionó cohesión social y permitió congregar al pueblo en torno a un relato que ofrecía una interpretación de la realidad, de la historia y del futuro. Jesús con su predicación y sus gestos reinterpreta la historia y la ley de su pueblo con una audacia sorprendente. En la última cena, cuando el Señor realiza el signo del lavatorio de los pies y reemplaza todos los mandamientos por el único mandamiento del amor, en última instancia lo que hace es proponer una nueva manera de comunicación.  

Jesús relativiza el sábado y el Templo. No los suprime ni les quita importancia sino que los relativiza en el sentido propio de la palabra, les quita su condición de absolutos y los hace relativos porque los poner en relación: solo tienen valor con referencia a los seres humanos concretos, el sábado y la ley son para el hombre y no a la inversa. El absoluto se desplaza de los signos religiosos hacia el ser humano en el que habita el mismo Dios.

En aquella Última Cena, en torno a esos gestos y esas palabras, nace un pueblo nuevo que ya no estará sometido a los límites de una raza, una lengua, un territorio. Nace la posibilidad de comunicarse de una manera completamente diferente y construir así una nueva convivencia.

Las primeras comunidades lo experimentan a partir de la experiencia del Espíritu en Pentecostés: hablan una nueva lengua que todos los pueblos pueden comprender. Se perciben a sí mismos como el nuevo cuerpo, el nuevo templo no construido con duras piedras ni con sofisticadas tecnologías sino con piedras vivas, con hombres y mujeres que con su forma de comunicarse, hacen presente el Reino de Dios en la historia.

Sí, es posible que sea urgente una nueva forma de reflexionar sobre estas cuestiones. Pero no habría que hacerlo para defender a la Iglesia de un supuesto enemigo, o alertar sobre siniestros peligros, sino para descubrir, en la realidad de nuestro tiempo, una nueva manera de acceder al misterio de Dios y del hombre.