Alberto Royo Mejía, promotor de la Fe del Dicasterio para las Causas de los Santos
Promotor de la fe en el Dicasterio para las Causas de los Santos

El negro Manuel, entre la esclavitud y la libertad


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El recorrido desde la esclavitud a la libertad y en ella hasta la santidad, no es del todo inusual en la hagiografía cristiana. No faltan los ejempos desde los primeros siglos como san Calixto I (+222), que llegó a Papa habiendo sido esclavo, y el famoso misionero San Patricio (385-461), hasta tiempos más recientes en que conocemos la vida de santa Josefina Bakhita (1869-1947), el venerable peluquero Pierre Toussaint (1766-1853), los sacerdotes Augustus Tolton (1854-1897) y el beato brasileño Francisco de Paula Victor (1827-1905), o la que muchos llaman “el ángel de la caridad”, Julia Greely (1833-1918).



Sin embargo, desde tierras argentinas nos llega una historia totalmente singular: se trata de un esclavo que jurídicamente no dejó nunca de serlo a la vez que la libertad interior le llevó hasta la donación voluntaria y, por tanto, a la santidad. La historia de Manuel Costa de los Ríos –conocido popularmente como el “Negro Manuel”– no es solo un ejemplo hermoso de devoción mariana, sino que constituye el núcleo espiritual de la fe que elevó a Luján a santuario nacional argentino. Su vida, aunque marcada por la esclavitud, lo llevó a ser el primer e ininterrumpido custodio de la milagrosa imagen de la Virgen de Luján.

Manuel nació en África, en la región de la Costa de Guinea (probablemente Angola), alrededor de 1600. Como incontables otros, su existencia fue arrollada por el horror de la esclavitud; arrancado violentamente de su tierra, fue forzado al terrible viaje del comercio transatlántico. Fue llevado primero a Brasil y, en 1629, llegó al vasto Virreinato del Perú. Su calvario terminó (provisionalmente) en el Río de la Plata, donde fue comprado por el capitán portugués Andrea Juan, un comerciante acaudalado afincado en Córdoba con intereses comerciales en Buenos Aires. La condición de esclavo, que legalmente le negaba la identidad y la libertad, proporcionó en una irónica paradoja el contexto para su posterior vocación.

Recordemos que los primeros africanos esclavizados llegaron a la zona del Río de la Plata -principalmente a Buenos Aires- a fines del siglo XVI, alrededor de 1585-1587, poco después de la segunda fundación de Buenos Aires en 1580. La esclavitud se estableció como parte del sistema económico y social de aquella tierra, a través de la trata transatlántica de esclavos, para proveer de mano de obra. Posteriormente a llegada de africanos aumentaría en modo significativo durante el siglo XVII y el siglo XVIII, especialmente tras la creación del Virreinato del Río de la Plata en 1776, cuando Buenos Aires se convirtió en un puerto clave para la entrada de personas esclavizadas.

El destino que ligaría a Manuel indisolublemente a la fe y a la historia argentina se cumplió precisamente en ese año crucial, 1629. Andrea Juan, deseoso de promover la devoción mariana en sus propiedades en Córdoba, encargó a su amigo de Pernambuco, en Brasil, el envío de una imagen de la Inmaculada Concepción. Para garantizar una elección adecuada para el culto local, el amigo envió cautelosamente dos imágenes de la Virgen, embaladas separadamente en robustas cajas. Manuel formaba parte de la caravana de carretas y sirvientes que se dirigía hacia Córdoba, y era directamente encargado, en cuanto propiedad del capitán Juan, del cuidado y vigilancia de la importante carga.

Prodigios reconocidos

Cuenta la tradición que el viaje a través de las solitarias pampas argentinas procedía sin dificultades hasta que la caravana se detuvo para pasar la noche en la estancia de Don Diego Rosende o Diego de Rosende y Trigueros. Había nacido en Buenos Aires alrededor el 1618 o 1619, pertenecía a una familia porteña con cierta posición económica y poseía una estancia rural cerca situada a orillas del río Luján, a unos 60 kilómetros al oeste de Buenos Aires. A la mañana siguiente, al intentar reanudar la marcha, el avance fue misteriosamente bloqueado. Los bueyes se negaban obstinadamente a moverse, a pesar de los esfuerzos y los latigazos de los carreteros.

El intento de aligerar la carga del carro falló, impulsando a los hombres, por pura e inexplicable curiosidad, a retirar los dos misteriosos contenedores. Con la primera caja a bordo, los bueyes caminaron normalmente; al volver a colocarla, el bloqueo persistía. El experimento se repitió con la segunda caja, y una vez más, la presencia de ese particular envoltorio hacía el viaje absolutamente imposible. La apertura de la segunda caja reveló la pequeña estatua de terracota de la Inmaculada Concepción (la actual Virgen de Luján), de apenas 38 centímetros de altura. El significado del evento fue claro para todos: la Virgen había elegido ese lugar exacto para quedarse, haciendo imposible continuar el viaje.

El propietario de la imagen Andrea Juan reconoció el prodigio y decidió que la imagen se establecería permanentemente en la pequeña capilla de la estancia de Rosende. A raíz de este evento prodigioso, Manuel, que formaba parte de la carga humana destinada a Córdoba, fue sustraído de los rigores de la esclavitud ordinaria y asignado por su propio amo a la Casa de Rosende, con la tarea exclusiva de servir y custodiar a la Virgen.

El acto de Andrea Juan de dedicar a Manuel a la Virgen fue mucho más que una simple transferencia de propiedad; marcó el inicio de una “libertad sagrada” para Manuel, liberándolo de las fatigas más degradantes de la esclavitud común y dedicándolo a una causa trascendente. Aunque legalmente siguió siendo esclavo, su vida recibió un nuevo propósito y una dignidad espiritual que las leyes humanas no podían alcanzar.

A partir de ese día, su existencia se centró únicamente en asistir, proteger y servir a la Virgen. Su celo en la custodia se hizo proverbial. Sus responsabilidades iban más allá de la simple limpieza de la pequeña ermita: se dedicaba a mantener el orden, a preparar el altar y, sobre todo, a una vigilancia constante e íntima, no permitiendo nunca que la imagen se quedara sola. Su morada se convirtió en una pequeña cabaña adjunta directamente a la capilla, asegurando su presencia ininterrumpida junto a su “Señora”.

Devoción popular

Cuando la devoción popular creció, la imagen fue trasladada posteriormente, después de algunos años, a la estancia de Don Pedro de Montenegro, un devoto vecino que ofreció un lugar más idóneo para acoger la creciente afluencia de peregrinos. Manuel, con devoción, acompañó fielmente a la Virgen en cada desplazamiento. Su presencia constante junto a la imagen se arraigó en el imaginario popular como el signo tangible de la elección de la Virgen y así viene presentato en sus numerosas biografías.

La devoción popular seguía aumentando: en diciembre de 1637, el obispo de Buenos Aires, Cristóbal de Aresti, creó la efímera Doctrina o Curato del Río Luján con sede en la ermita, aunque su existencia fue breve por la distancia y la escasez de clérigos. La zona permaneció bajo el cuidado de misioneros itinerantes. Mientras tanto, hacia 1638, Manuel contrajo matrimonio con Beatriz, una mujer criolla, de la que se cuenta que era esclava al servicio de la familia González Filiano. Las crónicas dicen que Beatriz fue una compañera fiel, que lo acompañó y lo secundó en su servicio religioso, falleciendo antes de 1670. Sin embargo, no hay documentos de la época que aporten detalles sobre el matrimonio, ni sabemos si tuvieron hijos o no.

Después de la muerte del dueño de la estancia, siendo la ermita original muy humilde, una vecina piadosa y acaudalada, Doña Ana de Matos, se ofreció a construir una capilla más digna en su propia estancia (a unos 3 km del lugar original). Doña Ana trasladó la imagen a su nueva capilla con gran ceremonia. Sin embargo, se cuenta que a la mañana siguiente, la imagen había desaparecido de la nueva capilla y fue encontrada de vuelta en su antigua y humilde ermita en “Lo de Rosendo”.

Imagen del negro Manuel

Imagen del negro Manuel

Este evento se repitió varias veces. Manuel era el único que permanecía en la ermita original. Cada vez que la imagen regresaba misteriosamente, él estaba allí, custodiándola con su lámpara encendida. La gente y el clero concluyeron que la Virgen quería quedarse junto a su fiel esclavo. Solo después de que se aceptó que el Negro Manuel continuara siendo su cuidador en la nueva ubicación, o una vez que la nueva capilla fue considerada un lugar permanente y digno (y con el consentimiento de Manuel), la imagen finalmente permaneció en la capilla de Doña Ana, donde se fundaría el pueblo de Luján.

Un hombre ¿libre?

En realidad, Manuel vivió como libre pero jurídicamente no lo fue. En diciembre de 1674 hay un acta de venta en la que Manuel Costa de los Ríos fue comprado por la Cofradía de Nuestra Señora de Luján, con la intención expresa de que sirviera de por vida a la imagen de la Virgen. En ese documento de 1674 se describen datos como su nombre, procedencia, edad, salud corporal y ausencia de vicios, lo que indica que era considerado moral y jurídicamente apto para dicho servicio. Antes de esa fecha él ya había intentado legalmente ser liberado, mediante pleitos judiciales, pero esos intentos fracasaron. Esa compra por la Cofradía puede considerarse como la adquisición de una forma de libertad sometida: aunque siguió “sirviendo” a la Virgen, dejó de estar bajo la propiedad de particulares. Se le compró para que su “amo” fuera la Virgen, lo que simbólicamente se interpreta como libertad para dedicarse exclusivamente al servicio religioso y de culto.

Tras la compra de 1674 Manuel siguió a cargo del cuidado de la imagen y de la ermita, actuando con gran autonomía. Asumió el papel de Mayoral o Guardián de la Imagen: atendía a peregrinos, vestía y cuidaba la Virgen y fue tratado por todos con gran respeto. Por eso la historiografía lo presenta muchas veces como alguien que vivió “como un hombre libre”, aunque su estatus legal exacto conservara matices que hoy nos pueden parecer chocantes.

La vida de Manuel fue un ejemplo de pobreza voluntaria y dedicación total al servicio. Los relatos de la época evidencian que, a pesar de recibir donaciones de los peregrinos, Manuel nunca acumuló bienes para sí. Vivía en un estado de extrema sencillez, utilizando todo lo que recibía –desde la caridad hasta la cosecha del pequeño huerto que cultivaba junto al eremitorio– para sostener el culto a la Virgen y para obras de caridad hacia los más necesitados. Todo era considerado un bien de la Madre, demostrando un desprendimiento ascético de los bienes materiales. La piedad de Manuel no era ostentosa, sino profundamente práctica y palpable, aunque su conocimiento teológico fuera simple y básico, o quizás precisamente por ello. Leemos que su fervor lo llevó en los años de viudedad a dormir junto al altar y a velar en oración.

Cronistas de la época lo describen en la madurez como “vestido de un saco a raíz de las carnes y con la barba muy crecida”, a manera de ermitaño. Con el paso del tiempo, la fe popular comenzó a atribuirle dones de intercesión y poderes extraordinarios. Manuel tenía la costumbre de recoger el aceite de las lámparas que ardían incesantemente frente a la imagen. Este aceite, impregnado de su devoción y la cercanía a la estatua, era distribuido a los enfermos como sacramental popular. Manuel acompañaba la distribución con oraciones sencillas y confiadas. Numerosos peregrinos testificaron haber recibido gracias y curaciones milagrosas después de haber sido ungidos con este aceite por el Siervo de Dios.

Un ejemplo notable de su intercesión benéfica ocurrió casi al final de su vida, en 1684, con el sacerdote Pedro Montalvo, quien padecía una grave enfermedad pulmonar. Manuel lo ungió con el aceite y le dio una infusión de abrojos retirados del manto sagrado, lo que le devolvió la salud. Manuel le profetizó: “La Virgen lo quiere para que sea su sacerdote”. Montalvo fue capellán del santuario durante 16 años.

Sin embargo, esta práctica popular, aunque generaba gran veneración, suscitó también celos y malentendidos. Hubo tensiones con las autoridades eclesiásticas, que en varias ocasiones intentaron regular o prohibir el uso del aceite, viéndolo como una superstición o una práctica no canónica en una época de fuerte control doctrinal. A pesar de las dificultades, la fe del pueblo lo protegía, y Manuel respondía siempre con extrema humildad y obediencia a la autoridad de la Iglesia, demostrando que su único deseo era servir a la Virgen y a cualquiera que acudiera a Ella, más allá de cualquier disputa teológica o social.

Presencia espiritual

El Negro Manuel desempeñó su singular ministerio de servicio y cuidado por más de cuatro décadas, concluyendo su vida terrena en Luján, completamente dedicado a su Señora. Murió probablemente hacia el año 1686. Su fallecimiento conmovió a todos los vecinos de la zona, que lo consideraban un santo popular por su vida sencilla, su entrega y su fidelidad a la Virgen. Según la tradición oral, murió serenamente, con el rosario en las manos y la imagen de la Virgen cerca de él. Fue sepultado en las inmediaciones del Santuario, y muchos decían que su alma seguía custodiando el lugar.

Fue inicialmente sepultado en el cementerio adyacente al santuario. Lamentablemente, en una amarga ironía histórica que reafirma su espiritualidad sobre lo corpóreo, sus restos mortales se perdieron irremediablemente con el tiempo debido a posteriores trabajos de reestructuración y ampliación del complejo. Esta pérdida física, en lugar de disminuir su importancia, ha fortalecido su presencia espiritual y su leyenda en la devoción popular. Su proceso de canonización, comenzado formalmente en 2016, se encuentra en ya en fase de estudio el dicasterio vaticano de las Causas de los Santos.

El mensaje dejado por la vida de Manuel es de una universalidad conmovedora: un hombre al que la esclavitud le había arrebatado la libertad exterior, encontró una profunda, inalienable libertad interior en el servicio a Dios y a la Virgen. Su historia nos recuerda una vez más que la verdadera dignidad humana no está definida por la posición social, sino por la pureza del corazón, la humildad y la fidelidad en una vocación de servicio.