Jose Fernando Juan
Profesor del Colegio Amorós

El difícil sentir la Iglesia


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Termina una semana plagada de noticias. Seguro que José Beltrán afina su pluma en ese magnífico diario de palabras cargadas de sentido y frases cortas. Comento con un amigo un artículo que ha publicado e intercambio mensajes con un compañero a propósito de algún mensaje en Twitter. Me entero, de paso, de que hay revuelo con un video y la catedral de Toledo. Y así, probablemente, seguirá todo la siguiente semana. Ritmos acelerados. Si no se ponen límites, la actualidad viene dada y, con ella, lo que hay que pensar o sobre qué hay que posicionarse.



Sentir con la Iglesia es complejo. Porque es muy amplia. Y me gustaría, sinceramente, que los cristianos viviéramos en esta amplitud, con la Iglesia y no con reductos eclesiales. Que no es lo mismo. He insistido y repetido todo lo que he podido esta palabra: amplitud. Algunos me respondían: relativismo. E intentaba contestar: razón amplia. Sé que otros lo llaman de otra manera y que, cuando Kant escribió su libro sobre la Religión dentro de los límites de la razón, sus límites no eran, ni de lejos, estrechos.

Voy a usar, muy a mi manera, tres palabras que el gran filósofo cuidó: sensibilidad, entendimiento y razón. Actualmente muchos describen un ambiente de excesiva sensibilidad, muy volcados en lo externo, fijados en su tiempo y su lugar, exageradamente pendientes de lo inmediato y de lo que tienen delante. Estas descripciones no las hacen –exclusivamente– teóricos de la religión o religiosos. Es más bien compartida. Un primer análisis de la situación de la persona hoy en la sociedad actual revela esta extraordinaria desviación respecto a lo que la humanidad ha vivido anteriormente. Y se estilan análisis críticos de todo tipo. En la Iglesia también se nota la prevalencia de lo sensible, de lo emocional, de lo afectivo. Se podría leer en clave de recuperación, si es que se dieran más pasos. Pero la acción parece enclavarse en esa sensibilidad y no ir más allá.

Un titular

La segunda palabra sería el entendimiento. Que un poco más allá de la sensibilidad, se pone manos a la obra para trabajar con ella y revisarla, analizarla, entenderla, clasificarla. De esto, socialmente hablando, hay también en abundancia. Análisis que, según los puntos de partida, se repiten y se actualizan a sí mismos manteniendo la única línea argumental que tienen, sin una mayor novedad, sin réplica posible. Se limitan, malamente hablando, a la categorización de la realidad desde sí mismos, con sus ya aprendidos esquemas. Por lo tanto, no sorprende que todo lo que venga se pueda asumir sin alteración alguna porque todo queda como explicado y ordenado, fijado incluso a anteriores entendimientos, aunque esto sería propiamente harina de otro costal. Sea como sea, entendimiento y análisis hay por doquier. Anuncian lo ya sabido. Lo único que cambia es el tema de actualidad correspondiente, es decir, el titular y poco más.

La última palabra sería la razón, que, en su esfuerzo de síntesis, se sobrepasa a sí misma en una búsqueda infinita queriendo alcanzar lo que propiamente la supera. Le quedan pistas dadas para abrir estos horizontes, pero no se detiene. Si fuésemos racionales en una forma vaga y difusa, complaciéndonos en nosotros mismos sin más, la razón se daría explicaciones a sí misma sin que nada de lo inmediato le importara lo más mínimo. En la Iglesia, me temo, también hay no poco de esto. Discursos bien compuestos, pero en el aire, sin encarnación, sin afectividad, sin sensibilidad alguna. Dirían algunos que asépticos y, por lo tanto, pobres y empobrecedores.

Donde voy con todo esto es al esfuerzo por aunar todas ellas. Para esto, dadas las circunstancias y talentos y dones de cada uno, se requiere la Iglesia en su conjunto. Estando las cosas como están, al menos en lo que yo noto, nos hará muy bien tomarnos en serio la sinodalidad, comenzar como cuerpo a caminar juntos y elegir más la comunión y la fraternidad por encima de toda grupalidad y ensimismamiento. Tarea en la que, a poco que se sepa, la Iglesia lleva involucrada desde su mismo origen en Cristo. ¿No fue él acaso quien, en los Doce y con los discípulos, dio unidad a lo diverso? ¿No hizo de la Iglesia la acción que en comunidad nacía como un milagro inesperado? ¿No encuentra la Iglesia su corazón y su inexplicable forma en servir de mediación para mostrar esa llamada, primera y última a la unidad en la misión que no disuelve, que no amarga, que no totaliza a cada cristiano singular?

Reconozco que me gustaría que se despertara la sensibilidad, el entendimiento y la razón, todos ellos juntos, en el marco de la amplitud de la vida a la que ha sido llamada. Para lo cual hacen falta, sinceramente, no unos pocos, sino todos los que hay. Visibilizarlo, ayudaría. Escucharnos, ayudaría. Comprendernos, ayudaría mucho más. Valorar lo que el otro está viviendo, igualmente. Ciertas radicalidades dentro de la Iglesia siempre brotan de una misma herida: las ausencias de hermanos.