Por más que los supermercados llevaran ya semanas vendiéndonos mazapanes y polvorones, este fin de semana parece parecen haber dado el pistoletazo de salida a los festejos navideños. No hay una ciudad en la geografía española que no haya iniciado en estos días los encendidos de luces, música y mercadillos de Navidad, sin que importara demasiado que aún no hubiera comenzado el Adviento. No se trata, como algunos dicen por redes sociales, de que teman que a María se le adelante el parto y nos pille desprevenidos, sino que no hay una época que nos pase más desapercibida que el Adviento. Entre que es el más breve y que vive luchando por hacerse un hueco entre los villancicos, los espumillones y las compras navideñas, se ha convertido en la cenicienta de los tiempos litúrgicos.
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Además de la presión comercial, hay otras razones que propician la discreción que caracteriza al Adviento, entre ellas la necesidad generalizada que tenemos de un tiempo de descanso o de pausa del curso en el ámbito educativo. Sea como fuere, tengo la sensación de que, además, se junta la dificultad innata que tenemos de respetar los ritmos y de no pretender acelerar los procesos. No nos brota de manera natural la paciencia necesaria para sostener la tensión entre el resultado esperado y los tiempos que estos requieren. Nos cuesta mantenernos en camino, aceptar que damos un paso para delante y otro para detrás, por eso desearíamos que las obras de remodelación de nuestra existencia y de la de quienes nos rodean se llevaran adelante en un abrir y cerrar de ojos. El Adviento tiene mucho de la ascesis que implica sostener los procesos, personales y ajenos.
Saltarnos la espera
Si este es un tiempo de esperanza es porque mantenemos la certeza de que, en el último rincón del imperio romano y en el que parecía un acto insignificante de libertad de una aldeana, el Hijo ha abrazado para siempre la humanidad como suya. Somos invitados a vislumbrar cómo Dios cumple sus promesas en la ambigüedad de lo cotidiano, y, claro, eso requiere sostener la tensión entre lo que experimentamos cada día y lo que confesamos en la fe. Resulta tentador pisar el acelerador hacia la Navidad y saltarnos la espera, porque llevamos mal eso que le sucede al sembrador y que Jesús nos recordaba en la parábola: hagamos lo que hagamos, no hay modo de acelerar los tiempos que requiere el grano para brotar y crecer… sin que sepamos cómo (cf. Mc 4,26-27). Ojalá podamos sostener y disfrutar la espera.
