Rixio Portillo
Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey

Divide et impera, el alto precio de dividir


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Si alguien escucha hoy las palabras ‘diablo’ o ‘demonio’, quizá no las crea, porque parte del ateísmo contemporáneo consiste no solo en negar a Dios, sino también al personaje evocado que prefiero no repetir.



Pero, como mencioné en otro texto, aunque no se crea en él, no se pueden negar los efectos de su acción en la vida, porque el mal es mal, y con él vienen una serie de realidades que están ahí.

Sí… Aunque algunos dirán que el mal es parte de una decisión humana, y es cierto, totalmente cierto; también implica aceptar que el padre del mal obra sin ningún tipo de resistencia.

Uno de esos efectos es la división: la segregación, la exclusión, la polarización y todas esas formas y ejemplos que conocemos, y lo que es peor, a los que estamos habituados.

Siluetas Grieta

Rodeados de división

La división en la persona, que se manifiesta en la doblez de intenciones y acciones, y que al final se reduce a la mentira. Y vaya que hay miles de mentiras en el mundo. En realidad, no hay servidor ni algoritmo capaz de soportar o guardar todas las mentiras.

La división en la familia, que no es lo mismo que distinción y diferencia, sino la crisis de enfrentar a unos contra otros, minando la convivencia, sembrando la duda y, con ello, resquebrajando el vínculo familiar, que en el escenario ideal debería estar fundado en el sacramento de los padres y en el orden natural.

La división de la sociedad, alimentada por la ideología: la lucha de clases, el que tiene frente al que no tiene, el que ostenta el poder frente a quien es sometido por ser débil ante el poderoso —y en “poderoso” podemos incluir también a muchos gobiernos que oprimen, esclavizan y vejan a sus propios conciudadanos—.

La división en la Iglesia. Sorprende cómo hay varios “católicos” en cruzadas contra el papa; si no contra éste, contra el anterior, levantando banderas meramente circunstanciales que responden al capricho de ver en ella su ideal, su proyecto, y no la obra de Dios y de quien Dios ha permitido que esté al frente. Y para estos, una frase muy simple: la división viene del maligno… Repito: la división viene del maligno.

El tema, entonces, es que el efecto de la división es real, concreto, visible, padecido, alimentado, aplaudido y justificado, tanto en ámbitos religiosos como seculares y civiles.

En el uno, somos uno

La buena noticia es que el mal no tiene la última palabra en la vida ni en la historia humana. Ratzinger, en su época de cardenal, lo expresaba de forma contundente: «El hombre no es el único autor de la historia, y por eso la muerte no tiene la última palabra en ella».

Y el único que ha vencido a la muerte es Jesús, quien rompió con su cuerpo el muro que separa; es decir, él mismo ha sido quien ha vencido la muerte y, con ella, la división, la segregación y la polarización.

¿Y esto qué efecto tiene? La respuesta es sencilla: esto hace que los excluidos, los segregados, los vulnerables, los últimos sean los primeros, sean dichosos, sean beatos y sean felices.

Sí, el adagio con el que comenzó este texto en Jesús no se cumple: no vence el que divide, pese al aparente y ruidoso crecimiento del mal, pues, como decía el grande Juan Pablo II: “El amor vence siempre”, y habría que agregar: la unidad en Jesús vence siempre.

Habrá que seguir trabajando en ello.


Por Rixio Gerardo Portillo Ríos. Profesor e investigador de la Universidad de Monterrey.

Imagen: PixaBay.