Cuesta creer y encarnar en la propia vida la fiesta de la Ascensión del Señor que acabamos de celebrar, porque debido a mil razones se nos quedó pegada la idea de que Dios está más allá, más arriba, en otro lugar, añorando como los discípulos la presencia física de otro que no logramos asir ni mirar.
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Ya nos reprendieron los ángeles hace 2.000 años, pero seguimos buscando a Jesús lejos de nuestro propio ser o en el de los demás. Es por eso que en este año jubilar, bendecido por la misericordia y la esperanza, debemos pedir más que nunca que logremos recibir el fuego del Espíritu Santo para que nos haga sentir y gustar en el propio corazón la palabra y el abrazo de Dios, sosteniéndonos y mostrándonos que somos hijos/as amados/as.
La dificultad de descender
No sé cómo les irá a ustedes al peregrinar una cima, pero a mí, por lo menos, me cuesta muchísimo más bajar que subir. Pareciera que nuestros músculos y huesos están dispuestos a hacer el esfuerzo de subir, pero no así al descender. Ahí se resienten las articulaciones, se rompen las uñas y el cuerpo se resiste como si fuese algo antinatural.
En el plano espiritual sucede algo similar. Querer escalar a “los cielos” nos puede entusiasmar. Así nos embarcamos en oraciones, lecturas, retiros y hasta en sacrificios y esfuerzos que nos prometen libertad, fuerza y paz. Ciertamente, ese movimiento es virtuoso y lo podemos ejercitar; sin embargo, son muchos más los frutos, aunque no nos gusten de descender con honestidad a nuestros infiernos, a los lados oscuros de nuestra historia y ser y prepararnos para encontrar ahí al Señor esperándonos con su amor.
Dudamos de la promesa
Pareciera que se nos resiente el ego, se acalambra la fe y dudamos de que nuestra hondura pueda habitar la belleza, la bondad y la incondicionalidad que Jesús nos prometió.
Cada día, y en especial en los momentos de incertidumbre o dolor, debemos descender a nuestras honduras, cultivar el silencio y auscultar la presencia de Dios con esperanza y paciencia porque, a pesar de todo lo que podamos decirnos, haber fallado o que nos hayan herido, Dios Espíritu Santo nos habita, ama, inspira, contiene, fortalece, sana y abraza con el poder de toda su creación.
Nuestro verdadero ser
Tenemos el fuego y el soplo divino sosteniendo nuestro verdadero ser y misión. No estamos solos ni huérfanos en medio de las tribulaciones; solo con mirarnos con los ojos del amor, la compasión y la ternura, tendremos la conciencia de nuestro valor y cuánto se alegra el Señor por esa conexión. Así como nosotros amamos a nuestros hijos a pesar de sus caídas, errores y fallos, multiplicado por infinito, nos ama Dios, y por eso nos mostró el camino con su hijo y se quedó en nuestro interior con su Espíritu.
Uno de los dolores más intensos que podemos padecer por nuestra necesidad vital de apego es el no pertenecer. Incluso podemos llegar a envidiar a aquellos que claramente son de un clan, un movimiento, una comunidad o un partido porque se saben “parte” de algo más grande que les da su identidad y seguridad.
Deambulan como ermitaños
Sin embargo, hay muchos que deambulan como ermitaños limosneando hogares y experimentando desamparo existencial. Ansiosos, siguen mirando hacia arriba para hallar su cielo y patria para descansar. Al descender, en cambio, pueden vivenciar que todos tienen “habitaciones” y una familia que los espera, acoge y celebra con alegría y amor incondicional.
¿Dónde estás buscando al Señor hoy? “Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo” (Mt 28,20).