¿De quién son los hijos?


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Hace unos días, con motivo del llamado “pin parental” establecido en la región de Murcia, la ministra de Educación dijo en rueda de prensa tras el Consejo de Ministros una frase lapidaria: “No podemos pensar de ninguna manera que los hijos pertenecen a los padres”. Tiene razón Isabel Celaá: los hijos no pertenecen o no son de los padres. Pero con más razón se puede decir que mucho menos lo son del Estado, del ministerio de Educación o de ningún partido político.



Bien es vedad que esto lo podemos decir en nuestra sociedad de hoy, porque en otros tiempos eso era, literalmente, impensable. Si no, recuérdese aquella canción del grupo ‘No me pises que llevo chanclas’, que recogía un frase hecha, sobre todo del ámbito rural: “Y tú, ¿de quién eres?” La canción (de 1989) empezaba diciendo: “Voy camino de la zapatería, a comprarme unas chanclas para mí, y me paro muy tranquilo a ver un escaparate, y se me pone al lado una vieja con un ‘roete’. ‘Yo no conozco a tu mare ni a tu pare, pero a tu tío sí, seguro que es familia mía’. Y me preguntaba otra vez: ‘Y tú, ¿de quién eres?’ ‘De Marujita’…”.

Porque, naturalmente, siempre “se era” de alguien, independientemente de la edad que se tuviera. Se era de una familia u otra, de un clan u otro. Porque uno no andaba solo por la vida, sino que siempre había un grupo humano de referencia que era, precisamente, el que constituía al individuo como tal.

En la Biblia, Caín se lamenta ante el Señor: “Puesto que me expulsas hoy de este suelo, tendré que ocultarme de ti, andar errante y perdido por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará” (Gn 4,14). Por eso Dios le pone una señal, una marca que proclamará que, a pesar del pecado cometido, Caín sigue perteneciendo a la familia de Dios, y que este saldrá en su defensa si alguien le hace daño.

Para la Escritura, los seres humanos somos de Dios, le pertenecemos. Con unas imágenes u otras –pueblo de Dios, ovejas de su rebaño–, la Biblia pregona la relación de “pertenencia”, o sea, de relación amorosa, entre Dios y los seres humanos. ¿Cómo no vamos a pertenecerle si somos sus hijos, la “niña de sus ojos” (Dt 32,10)?