¿Cuándo nos podemos volver a abrazar y tocar?


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La pandemia del Covid-19 nos ha traído, como una de sus consecuencias más graves, la costumbre de no tocarnos cuando nos saludamos, cosa que viene agravada por el confinamiento en las casas por la cuarentena, que nos distancia materialmente de los demás. Y no es que me parezca mal: si así lo exigen las medidas profilácticas para evitar contagios, que así sea. Pero no podemos renunciar a pensar que el hecho de perder el contacto físico con los otros no es bueno, porque acaba convirtiéndonos en una especie de autistas sociales. Por eso digo que es algo grave.



Esa prohibición o recomendación de no tocarse me ha recordado algunas situaciones que vemos en la Biblia. A cualquiera le vendrá a la memoria, por ejemplo, el caso de los leprosos. En el libro del Levítico se dedica un amplio espacio a la determinación y tratamiento de la “lepra” (que reúne muchas afecciones de la piel, más allá del bacilo de Hansen). Esto es lo que se ordena al leproso: “El enfermo de lepra andará con la ropa rasgada y la cabellera desgreñada, con la barba tapada y gritando: ‘¡Impuro, impuro!’ Mientras le dure la afección, seguirá siendo impuro. Es impuro y vivirá solo y tendrá su morada fuera del campamento” (Lv 13,45-46).

Un niño abraza al Papa Francisco en Lima, Perú/EFE

Un niño abraza al papa Francisco en Lima, Perú/EFE

Algo parecido, aunque más mitigado en cuanto a su exclusión, ocurre con las mujeres menstruantes: “La mujer que tenga la menstruación quedará impura siete días. Y quien la toque quedará impuro hasta la tarde. Todo aquello sobre lo que ella se acueste durante su impureza quedará impuro; y todo aquello sobre lo que se siente quedará impuro. Quien toque su cama lavará los vestidos, se bañará y quedará impuro hasta la tarde. Quien toque un mueble sobre el que ella se haya sentado lavará sus vestidos, se bañará y quedará impuro hasta la tarde” (Lv 15,19-22).

Solo teniendo esto en cuenta podremos valorar debidamente la actitud de Jesús hacia estas personas excluidas: no solo no impide que le toquen, sino que se deja tocar por ellas, de tal forma que ese contacto físico, lejos de contagiarle a él la impureza, transmite a esas personas la “salvación” de Jesús, es decir, la acogida y valoración personal y social.