Si hay algo que nos iguala a todos es que cargamos cruces: heridas, sufrimientos, pérdidas y soledad. Nuestro propio cuerpo, con sus extremidades extendidas, toma la forma de una cruz, donde se interrelacionan todas nuestras dimensiones y, a la vez, entramos en relación con los demás, aumentando o aliviando la carga que cada uno debe sobrellevar. Es parte del misterio de la existencia. Pero, como cristianos, tenemos la preciosa y compleja misión de convertir esa cruz en una espada: una herramienta para luchar y abrir camino al Reino de Dios y su verdadera fraternidad.
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No se trata de aceptar pasivamente lo que nos toca, en el absurdo de una víctima que no puede hacer nada. Nuestra fe no nos llama a la resignación sin sentido ni a un eterno canto de lamentos por la “suerte” que nos tocó. Eso sería quedarse clavado en la cruz… y morir nada más. Jesús resucitó y nos invita a seguirlo en su misión. Por eso, resignificar nuestros dolores es adentrarse en todo lo que esa herida nos regaló. Es reconocer que nos fortaleció para una misión. Es evolución, crecimiento, movimiento y resurrección hacia una versión más cercana al sueño de Dios para cada uno.
Testimonios
Víctor Frankl, en los campos de concentración, convirtió la cruz de millones en esperanza y en una profunda investigación sobre el sentido. Hildegarda de Bingen, al reconocer su don, transformó sus límites en creatividad, fundando el primer convento de mujeres. El padre Pío sufría la cruz de los ataques del demonio, pero los convirtió en consuelo y compañía para tantos que padecen lo mismo hasta hoy. San Francisco de Asís, san Ignacio de Loyola o el mismo Nelson Mandela, en prisión, afilaron su cruz hasta convertirla en la espada que renovó la Iglesia o trajo paz a su país. El Señor, al resucitar y enviarnos su Espíritu, nos dejó también ese camino abierto para transformar el dolor en misión.
Cuando atravesamos situaciones difíciles no es para quedarnos paralizados en el dolor. Es necesario vivirlo con todo lo que implica y, al mismo tiempo, aferrarnos a la certeza de que, en ese tránsito, estamos desarrollando una nueva musculatura espiritual. Nos vincula con personas que no habríamos conocido, purifica nuestro ego y nos entrega al Señor. Si miramos la silueta de la cruz y la espada, veremos una gran similitud: solo que la espada se extiende un poco más en su eje vertical y se afila en su canto. ¿Qué significa eso a nivel espiritual? Que debemos cultivar con mayor profundidad nuestro vínculo con Dios, unir cielo y tierra, sintonizar con el dolor del mundo como Jesús lo hizo y, desde ahí, afilar nuestro espíritu para luchar contra el mal.
Guerra espiritual
Quizás el consumo, la imagen y la exigencia de rendimiento nos tienen inconscientes de la verdadera trama vital: estamos en medio de una guerra espiritual entre el bien y el mal, que se libra desde antiguo y se actualiza en cada alma. Por una parte, somos víctimas del mal que nos seduce desde dentro, haciéndonos creer que vinimos a este mundo solo a trabajar y a poseer. Así nos convertimos, muchas veces por ignorancia, en sus aliados, sumándonos a la maldad de quienes reniegan del bien y quieren destruir y acaparar.
Pero la cruz convertida en espada no es para herir, sino para despertar. Es defensa y conciencia. Es la herramienta con la que abrimos los ojos a la realidad espiritual, reconociendo que somos seres frágiles y espirituales viviendo una experiencia encarnada para crecer en nuestra capacidad de amar y servir desde nuestra unicidad.
Que cada herida, cada pérdida, cada noche oscura, no se quede clavada sin sentido, sino que, como el metal en el fuego, se temple en Dios para forjar un alma despierta, dispuesta y disponible. No hemos sido llamados a morir en la cruz, sino a resucitar con ella en la mano, convertida en espada de luz, para luchar con amor por la justicia, la esperanza y el Reino que ya germina entre nosotros.