(En la estela del último suspiro de Cristo, y las últimas palabras de un Papa al mundo)
Con un hilillo de voz,
como quien apenas roza la tela del silencio,
así habló el Cristo al mundo, ( hace pocos días)
entre sangre, cielo y tierra partida.
“Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu…”
y el mundo contuvo el aliento,
como si el universo temiera hacer ruido.
Fue la voz más débil,
mas la que más fuerte resonó.
No rugió feroz
no retumbó como el odio.
Solo un susurro.
Un eco de amor que no necesita gritar.
Y en ese susurro cabía toda la historia.
Que permanecería eternamente en su resurrección
Con un hilillo de voz,
años después, otro hombre se inclinó desde el balcón.
La espalda vencida por el tiempo,
los ojos cansados, la carne frágil,
pero el alma encendida
con el fuego de Pedro,
queriendo imitar al Maestro.
Francisco, pastor de Roma,
alzando su mirada al cielo de Roma
el cuerpo vencido,
las manos temblorosas,
el corazón ardiendo aún por los pobres y los caídos,
murmuró palabras de cielo:
A todos… a cada uno… que nadie se sienta olvidado…
Que la paz os alcance, incluso en medio del dolor…
Y el mundo volvió a guardar silencio.
‘Urbi et Orbe’.
En nombre de Jesucristo.
Con un hilillo de voz,
dijo bien (bendijo) de
ciudades que no conocía,
niños que jamás vería,
heridas que no sanan con ungüentos humanos.
Bendijo a los hambrientos de pan,
pero también a los hambrientos de consuelo.
A los que pierden la fe,
a los que la buscan sin saberlo.
a las madres sin hijos,
a los moribundos sin nombre.
Y a los migrantes sin tierra,
huyendo de vidas imposibles
y mudos no por voluntad propia.
Con un hilillo de voz,
Cristo mismo
no ofreció tanto respuestas.
Cuanto una promesa firme:
que el amor, cuando es verdadero,
no muere ni siquiera con la muerte.
Que la esperanza, aunque tiemble,
no se extingue.
Que la voz, aunque se quiebre,
puede salvar al mundo.
En Cristo,
su último suspiro no fue derrota,
sino entrega.
No fue fin,
sino semilla.
Porque hay palabras que solo se entienden
cuando se dicen bajito.
Y hay bendiciones –como aprendió Francisco de su Maestro–
que solo se reciben con el alma desnuda.
Y hay voces que, aún apagándose,
encienden la de los demás.
Con un hilillo de voz,
nos recordó que la fe también es fidelidad en el susurro delicado.
O recoger las flores de “Carmelina”
“la señora de las flores amarillas”, mujer de Calabria que siempre estuvo presente durante su hospitalización
El papa muere desde la fidelidad a una vida consagrada
–como la de muchos hermanos y hermanas de la vida religiosa–
que no siempre camina fuerte (¡y ahí está su fuerza!)
pero se sigue caminando.
Que no se necesita fuerza para amar,
solo entrega y fidelidad
Y si en el hilillo de voz de Cristo
descansa ya el canto de generaciones.
Y en la oración del mundo entero.
el eco de Cristo en el Calvario.
Y la voz del Papa –que tanto aprendió de Ignacio a amar y servir en todo–
muriendo en la luz del alba romana,
nos dejó pocas horas antes una última bendición
en los labios.
Y en el corazón
un profundo silencio que habla del eco de la entrega eterna de Cristo
A quien pedimos le recoja.
A él con sus flores amarillas.
Y a nosotros.
Con nuestro hilillo de voz.