Cerca de los “alejados”


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Es común escuchar hablar en los ambientes eclesiásticos de la necesidad de llegar a “los más alejados”. La expresión da por supuesto que se trata de “alejados de la Iglesia”. Con esa manera de hablar se ubica a la Iglesia en un centro y a todo lo demás se lo mide según sea la distancia a ese centro. La realidad no muestra que las cosas sean así, en nuestro tiempo la Iglesia no ocupa el centro, su lugar es bastante marginal. Probablemente el primer paso para dialogar con quienes no tienen relación con la vida de la Iglesia debería ser abandonar ese lenguaje. No parece adecuado llamar “alejado” a alguien con quien se quiere establecer un vínculo; menos aun llamarlo así porque no demuestra ningún interés especial por acercarse a una institución como la Iglesia.

Naturalmente las creencias tienden a compartirse. Tanto en el caso de la fe de los cristianos como en el de quienes tienen otras formas de ver la vida, es habitual la tendencia a compartir, intercambiar pareceres, formas de pensar y sentir. Como en todo intercambio el enriquecimiento debería ser mutuo, quienes viven más cerca de las instituciones eclesiales también necesitan de ese diálogo para enriquecerse. No es una tarea que se centra en actividades o planes “pastorales” sino de algo más difícil y más simple a la vez: se trata de cómo vivir en este mundo y cómo compartir allí nuestra manera de ver las cosas, nuestras convicciones, certezas e inseguridades. Se trataría entonces ir al encuentro, acompañar las búsquedas de los demás y compartir las propias.

No es cuestión de proselitismo, de atraer al otro a pertenecer a una institución. De hecho, en los tiempos que corren, en la mayoría de los casos, ese camino se hace con personas que nunca van a integrarse a la institución eclesial; que en principio no tienen ningún interés en hacerlo. No importa, no es ese el objetivo. Es probable que tampoco les interese compartir nuestra fe en Jesús. No es eso un fracaso. El fracaso sería no poder hablar con ellos, y lo sería porque eso pondría de manifiesto nuestra incapacidad, y la pobreza de nuestra fe. Una fe que solo puede significar algo en pequeños círculos, es una fe, en el más literal de los sentidos, insignificante.

Los cristianos intentamos vivir de una manera determinada, para muchos difícil de comprender; solamente si se cultivan los vínculos con quienes tienen otras maneras de vivir podremos enriquecernos con lo que los otros tienen para aportarnos y además en ese encuentro descubriremos nuestra propia originalidad y riqueza. Esos vínculos serán más intensos y ricos cuanto mayor sea la actitud de búsqueda, cuanto más deseo y capacidad de compartir y de crecer se tenga. El éxito del encuentro no está en el resultado final sino en la motivación inicial. El éxito está en el trabajo a realizar en uno mismo para enriquecer la propia fe y la decisión de compartirla gratuitamente, es decir, sin esperar otra respuesta que la que el otro pueda dar en cada momento de su vida.

Como se relata también en los Evangelios, los únicos que se excluyen de estos caminos son los que no sienten ninguna necesidad de búsqueda, creen que ya saben, que ya llegaron a la meta y no quieren moverse de ese sitio que les da seguridad. En otras palabras, los fariseos de todos los tiempos y culturas. Por este motivo los diálogos suelen ser más difíciles con quienes ya están instalados en una fe, que con quienes viven perplejos en este mundo cambiante, injusto y muchas veces cruel.

Vivir así la propia fe requiere una amplia capacidad de escucha. No una escucha que sea estrategia que prepara el anuncio, sino escucha de quien quiere aprender y enriquecerse con el aporte del otro. Escucha que conmueve y obliga a replantear las propias seguridades.