En castellano el estado de buena esperanza es la gestación, es estar en un tiempo preciso para que la vida que has engendrado de a luz, empiece a vivir, sea una realidad. Si eres madre no tengo que explicarte mucho. Si no lo eres, seguro conoces a alguien que te ayude a des-idealizar tal estado. No es porque no sea verdad ni sea bello. Bondad, verdad y belleza: reúne los grandes valores de la humanidad.
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Pero también, lleva consigo cambios corporales no deseados, algunos malestares anímicos y físicos; a veces vómitos, cansancio y, en algunos casos, incluso riesgos serios para la salud de quien tan bien espera. Lo mejor (y lo peor) viene al final, cuando por fin esa vida incipiente quiere vivir y tú tienes que dejar que viva, que nazca. Pregunta a alguna mujer que haya parido cómo es ese dolor. Terrible dicen algunas. Y también bueno, bello, verdadero.
Pero no acaba aquí. El estado de buena esperanza, si todo va bien, ya no termina nunca. La madre queda vinculada de por vida a esa esperanza nacida. De algún modo. Sin romanticismos, de nuevo.
No todos gestamos ni parimos. Pero todos necesitamos vivir con esperanza y, sobre todo, ver que algunas de nuestras esperanzas más preciadas dan a luz, ¡viven! Por eso, quizá, es tan importante elegir bien qué esperanzas dejamos que nos habiten, que crezcan dentro, que tomen cuerpo en nosotros. Vamos a seguir ligados a ellas el resto de nuestra vida. Pase lo que pase. Sea como sea el “parto” y la “crianza” futura.

Acoger una esperanza importante en nuestra vida no es algo baladí. La tradición cristiana dedica al menos 4 semanas al año, más de 20 días en todo caso, para vivirlo. No parece mala práctica, al menos que nos hayamos acostumbrado tanto a este tiempo que llamamos adviento que lo hagamos sin consciencia alguna, sin elegir qué espero o sin saber que esperar me compromete a gestar lo que espero y a darlo a luz en algún momento. Hacerlo historia. Hacerlo realidad en el espacio y tiempo.
Por eso, creo que nos viene bien recordarlo, ya sea en el adviento que comienza, ya sea en cualquier otro momento del año. Si elegimos vivir de una esperanza que nunca verá la luz, no es esperanza. Es ilusión, magia, engaño, … ¡quién sabe! La esperanza es tan real como el cuerpo que la hace suya, o no es esperanza. Al principio insignificante, pequeña, imperceptible, pero eso no quiere decir que no sea real. Las esperanzas no realistas nos impiden esperar de verdad. En el mejor de los casos nos distraen de lo importante; en el peor, nos alejan de nosotros mismos y de un futuro que no va a llegar.
La comadrona de lo nuevo
Byung-Chul Han llama a la esperanza “la comadrona de lo nuevo”. Lo nuevo, eso que por definición no hay manera de conocer ni controlar. Algo parecido escribió Erich Fromm: “es estar dispuesto en todo momento a algo que aún no ha nacido (…) Quien tiene una esperanza fuerte reconoce y fomenta todos los signos de la nueva vida y está preparado en todo momento para ayudar a que vea la luz lo que está preparado para nacer”. Y sí, como las parteras hebreas en Egipto, creo que esperar bien implica algo de resistencia, de cambio, de dolor, de incomodidad, y un tanto de bondad, verdad y belleza. Cuando Sifrá y Fuvá, las parteras, se negaron a matar a los niños hebreos no solo facilitaron que vivieran; también tuvieron que desobedecer al farón de turno y elegir cómo actuar (Ex 1,15-22).
Estado de buena esperanza. Pongamos nombre a la vida que esperamos engendrar. Concreta. Real. Buena. Verdadera. Bella. O, al menos, facilitemos que otros vivan y puedan seguir esperando. No anda el mundo para entretenernos con ilusiones huecas.