José Luis Pinilla
Horizontes abiertos y presidente de CONFER-ALCALA. Grupos Loyola

Belén de los invisibles


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En algún sótano de España –quizá en Albacete, quizá en Murcia, quizá en una nave perdida junto a los invernaderos– hombres nepalíes duermen sobre mantas húmedas después de una jornada de catorce horas recogiendo hortalizas para nuestra mesa de invierno. No tienen cuna, ni luz, ni nombre. Respiran el olor agrio del sudor acumulado, del miedo compartido, del pan que no alcanza. Cuando cae la noche, uno de ellos enciende en silencio una pequeña vela eléctrica, la mira como quien contempla un recuerdo lejano, y reza en su lengua por los hijos que dejó en Katmandú. Su oración atraviesa paredes y kilómetros, y cae en la tierra como si fuera una semilla.



Este año, el Belén no está en las plazas de nuestras ciudades ni en los escaparates iluminados. Está escondido en esos sótanos donde la policía ha encontrado a más de trescientos migrantes explotados, hacinados, engañados con falsas promesas de trabajo y dignidad. Un Belén sin ángeles, sin estrellas, sin villancicos. El Belén de los invisibles.

También María y José fueron invisibles para su tiempo. Gente sin importancia, extranjeros dentro de su propio país, desplazados por un decreto que no tenían capacidad de cuestionar. Caminaban cansados buscando un lugar donde no fueran rechazados. El Hijo de Dios nació allí donde nadie lo esperaba: en los bordes, en los márgenes, en los márgenes de los márgenes. Hoy ese lugar tiene acento nepalí, senegalés, marroquí. Y, a veces, olor a sótano y a tierra mojada.

Cuando uno lee el informe policial sobre esta red de trata, siente que está delante de un evangelio del revés. En vez de posada, puerta cerrada. En vez de pastores acercándose con ternura, capataces que amenazan con descontar el salario. En vez de magos que traen oro, miedo y silencio. En vez de un niño envuelto en pañales, hombres adultos envueltos en deudas imposibles que los esclavizan más que cualquier cadena.

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Pero basta detenerse un momento para encontrar, incluso en ese Belén sin luz, un latido sagrado. La dignidad no se apaga, aunque la quieran ocultar bajo toneladas de plástico agrícola. La imagen de Dios, aunque disfrazada de cansancio y barro, sigue brillando. Cada uno de esos hombres es una historia que pide nacer: un José que sueña con enviar dinero a su familia, un joven que dejó su aldea para huir de la pobreza, un padre que carga sobre la espalda el peso de mantener vivos a los suyos.

Humanidad herida

¿Qué nos dice este Belén de los invisibles en mitad del Adviento? Que la Navidad no sucede en el sentimentalismo de las luces, sino en los lugares donde nacen los derechos vulnerados. Que Jesús sigue naciendo en quienes nadie ve, en quienes son utilizados como engranajes desechables de nuestra economía. Que Dios no se aloja donde hay brillo, sino donde hay humanidad herida.

Quizá este año habría que colocar una figura nueva en nuestros belenes familiares: un migrante nepalí, sentado, con la mirada baja, con los pies vendados por el dolor. Quizá habría que poner a su lado un capataz convertido en pastor arrepentido, dejando caer al suelo su látigo invisible. Y quizá habría que escribir, junto al portal, una frase sencilla: “Aquí nacen los que el mundo descarta, pero Dios abraza primero”.

Una revelación

La operación policial que ha liberado a estos hombres no es solo una noticia: es una revelación. Es como si una estrella silenciosa hubiera señalado el lugar donde la dignidad estaba secuestrada. Ahora empieza la parte más difícil: que no vuelvan a caer en manos de explotadores, que encuentren trabajo digno, que alguien los acompañe a reconstruir su vida. Que la sociedad entera se pregunte qué cosecha puede ser bendita si nace del sufrimiento de los pobres.

El Belén de los invisibles nos obliga a mirar más hondo. A preguntarnos en qué establo estamos dejando nacer hoy al Dios que decimos esperar. A recordar que no hay Navidad verdadera mientras haya seres humanos durmiendo en cuevas sin nombre. A entender, finalmente, que cada migrante explotado es una llamada a despertar: un evangelio vivo, aunque esté escrito en lágrimas.

Y que, si queremos ver al Niño, quizá debamos empezar por bajar a esos sótanos. Allí, en la penumbra, Él ya está naciendo.