Trinidad Ried
Presidenta de la Fundación Vínculo

Atravesemos el miedo sin miedo


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Probablemente, en este tiempo, todos y cada uno hemos sentido más miedo que nunca. Sin embargo, podemos atravesar el miedo sin miedo si logramos tomar conciencia sobre qué tenemos “bajo los pies” y retomar nuestras facultades para reaccionar.



¿Qué es el miedo? Es ese escalofrío que nos da al pisar la arena movediza; una percepción de algo amenazante que nos preocupa hasta el punto de movilizarnos, que nos hace huir o prevenir, e intentar poner soluciones antes de que se presenten más problemas. Todos queremos vivir tranquilos y valoramos muchísimo nuestra seguridad. Ahora bien, todo tiene relación con nuestro contexto relacional y lo que hayamos aprendido a valorar.

Su cara bella

Nadie teme perder lo que no valora. Es así como cada época, sociedad y persona varían en su construcción del “miedo”, de acuerdo con lo que más estiman y aman en realidad. De ahí que el miedo tenga su cara bella y que debemos considerar: tener miedo sano es el reverso de un amor y valoración que nos llena de esperanza y felicidad.

Sí, hay un miedo sano y otro insano… El miedo, como reacción biológica y neuronal, es una respuesta adaptativa que compartimos con el reino animal como una alarma de un peligro real. Frente a ese miedo sano, que nos cuida y anticipa, buscamos soluciones, nos movemos, corremos, reaccionamos para salvar la vida y recuperar la protección y la seguridad vital. Así lo hacen el pulpo cuando tira su tinta para despistar o el pez globo cuando infla sus púas para pinchar; nosotros secretamos adrenalina para correr o saltar como Superman.

El miedo insano

Sin embargo, el miedo insano, el que enferma, es esa mezcla pegajosa y fétida que nos hunde en una compleja construcción de creencias, vivencias, emociones, sentimientos y de cuanto hay y es difícil de enfrentar. La idea es cómo salir de ese pantano que nos atrapa, que se contagia y que nos puede matar si no recibimos la orientación adecuada para aprender a flotar.

Los miedos son una “bolsa de gatos” muy confusa donde coexisten y se retroalimentan miedos personales y colectivos, miedos externos e internos, miedos reales e imaginarios, miedos corporales, miedos espirituales, cognitivos y sentimentales, miedos políticos, miedos medioambientales, miedos profundos y superficiales… Sin embargo, en la base de todos ellos hay un solo y gran miedo: el miedo a la muerte, entendida como finitud, limitación, inseguridad, desprotección, vulnerabilidad y fragilidad. En el fondo, debajo de cada miedo está la conciencia de nuestra impotencia, finitud y pequeñez frente a la inmensidad.

El miedómetro

Al momento de salir de la niñez, y por ende ir dejando atrás la omnipotencia, nos vamos apropiando de miedos de todo tipo. Ahora bien, las personas pueden oscilar entre dos extremos que es bueno constatar: el que niega el miedo y cae en la temeridad, y el obsesivo que cree que, controlando, todo lo va a evitar.

Para mantener el equilibrio y no hundirnos en todos ellos es clave el discernimiento para ir reconociendo cada “gato”, de la bolsa, en su color y tamaño, y poniéndolo en su lugar. No es lo mismo tener miedo de un temblor que el temor de quedarse sin ingresos para la sobrevivencia. El problema está cuando todos se mezclan. Salir de nosotros mismos y ver las situaciones de otros siempre nos ayudará.

El miedo se contagia

Uno de los fenómenos a los que hay que poner especial atención es la manipulación que puedan ejercer otros, intencional o ingenuamente, para causarnos miedo. Hay grandes imperios e ideologías a las que les sirve sembrar miedo en la sociedad, porque, de ese modo, las personas están dispuestas a ceder sus derechos y libertad. Tiranías de todos los colores y hasta las religiones han ejercido el miedo para que las personas acepten a cuenta de su protección y seguridad. Dios mismo, por mucho tiempo y por parte de su Iglesia, fue enseñado y administrado desde la lógica de un padre castigador que imponía su ley en base al miedo. Por eso, es urgente y necesario revisar y cuestionar las fuentes, informarnos a fondo y no comulgar con “ruedas de molino” a la hora de discernir y elegir cómo actuar.

Según muchos estudiosos, estamos viviendo una era del miedo brutal. Se trata de una vivencia de “pantano” que no nos deja estar en paz. Es una mezcla odiosa y oscura –como la de las arenas movedizas– difícil de dimensionar y de agarrar, pero que ahoga a muchos seres humanos como un manto negro de ansiedad, angustia y miedo existencial. El ser humano, desde siempre, ha convivido con miedos de distintos calibres e intensidades de acuerdo con su época, contexto y su construcción relacional. Sin embargo, a esa “herencia” natural y cultural, este tiempo, le han puesto agravantes que debemos considerar:

  • La sociedad del rendimiento: con su acentuado individualismo y competencia, esto ha provocado una desconexión emocional y un deterioro de nuestros vínculos con nosotros mismos, los demás y la naturaleza, haciéndolos higiénicos y económicos (en el mejor de los casos) y/o violentos y tóxicos (en su peor versión). La desconfianza, la incertidumbre, la agresividad y la soledad llegaron a instalarse como plato principal, agregándole a los miedos de siempre miedos nuevos que nos hicieron mudarnos de un “nido amoroso” a uno de espinas donde siempre nos pueden dañar.
  • La polarización y analfabetismo emocional: el mundo entero, nuestros países y nuestra familia se han ido desvinculando y disociando como si fuesen partes enemigas o competidoras en una carrera mortal. Así, lo emocional se ha relegado y muy pocos logran “conversar” y resolver sus conflictos sin pelear. Lo que cada uno siente y piensa es motivo de peligro para el otro y no existe una formación emocional y espiritual que permita dialogar y administrar esta maravillosa diversidad. Hoy, frente a cualquier discrepancia o conflicto, surge el miedo y este lleva a la violencia como recurso principal.
  • La orfandad y soledad generalizada: al mermar la calidad y cantidad de vínculos significativos y amorosos, y al acelerarse tan rápido la tecnología y la globalización mundial, las personas se sienten sin los conocimientos ni la provisión de un “padre” que las guíe y proteja. Sienten que no conocen los “hilos” que dominan la sociedad y solo los deben acatar, sin tener poder alguno para cuestionar ni participar. Falta también la madre con su amor incondicional, expresado en la aceptación, el cuidado, la ternura y la validación personal de lo femenino en el modo relacional. Se van extinguiendo actitudes como la colaboración, la gratuidad y el donarse como modo de vincular. El hijo/a vivencia el abandono. Sin embargo, si ya teníamos miedo por ser huérfanos, aumenta aún más cuando percibimos que nuestros “hermanos/as” de sangre o de amistad se convierten en competidores y “jaguares” en una selva oscura e incierta donde no sabemos dónde pisar.
  • Muchos otros más: claramente, la pandemia, los medios de comunicación morbosos y los intereses ocultos y mezquinos de unos cuántos contribuyen a la percepción de miedo generalizado. Tampoco ayudan el calentamiento global, la recesión económica, la tensión entre las grandes potencias, el terrorismo, el narcotráfico, las guerras, la injusticia, la pobreza y todos los males que podamos nombrar y que están inmersos en nuestro pantano actual.

Caminos para construir esperanza

Está más que claro que vivimos en una era muy especial y, quizás por lo mismo, tenemos la oportunidad de revertir la corriente y utilizar todos nuestros miedos como guías del camino, para cuidar lo que más amamos y construir un nuevo modo de relacionarnos con todos y con la creación. Para eso, algunas premisas nos pueden ayudar:

  • Sembrar esperanzas y seguridad: expresar de múltiples formas el triunfo del amor y de la vida sobre la muerte y los miedos puede ser una nueva corriente energetizadora para construir una mejor humanidad.
  • Fortalecer los vínculos y la comunidad: generar espacio en la agenda para cultivar el vínculo con nosotros mismos y con los demás, de modo que nos conozcamos, aceptemos, valoremos en la diversidad y podamos sumar fuerzas creativas y de fraternidad.
  • Educar en lo emocional: niños y adultos deben invertir tiempo en reconocer sus emociones, canalizarlas y aprender a hablar este lenguaje que les permita entenderse y dialogar con otros sin violencia y profundo respeto.
  • Favorecer la búsqueda de identidad: muchas personas viven con miedo porque ni siquiera saben quiénes son, no han integrado sus heridas y no reconocen sus talentos y su valor más allá de su hacer. Este camino, si bien es personal, debe ser promovido por la sociedad y sus instituciones.
  • Educar en el discernimiento y la reflexividad: muchas veces, el miedo difuso distorsiona la realidad, haciendo aparecer fantasmas que provocan impulsividad. Aprender a parar, ponderar y ver con objetividad los hechos nos ayudará a decidir mejor cómo conducirnos. Es clave dejarnos ayudar por otros.

Con la ayuda de san Ignacio

Para esto último, la ayuda de san Ignacio pasa a ser fundamental. Este gran conocedor del espíritu humano nos aporta tres nociones importantes para afrontar el miedo, que, en definitiva, es un mal espíritu que nos quiere hundir en nuestro ego, desoyendo la incondicionalidad del amor de Dios.

Lo primero que Ignacio nos sugiere es mirar al miedo de frente y dimensionar su tamaño real. Muchas veces, es bastante más grande el miedo al miedo que el hecho mismo que debemos enfrentar. Por lo tanto, evaluar siempre el peor escenario nos puede ayudar a encontrar soluciones o dimensionar que igual la vida va a continuar. Lo segundo es el ocultamiento por vergüenza; es decir, no contarle a los demás lo que nos pasa, puede ser un error fatal. Compartir nuestros miedos con las personas adecuadas nos puede ayudar a discernir y ponderar mejor. Finalmente, nos llama a estar alertas sobre que el miedo, el mal espíritu, siempre se va a colar por nuestro lado más frágil o flaco, por lo que debemos anticiparnos y blindarnos antes de que pueda entrar.

No está mal sentir miedo; Jesús también tuvo miedo y lloró lágrimas de sangre de ansiedad en el Huerto de los Olivos. Sin embargo, el vínculo con su ‘Abba’ (‘papá’) lo sostuvo y lo hizo llegar al final. Nunca nos olvidemos de que estamos unidos a nuestro Padre/Madre y de que Él/Ella conducen nuestra vida y nada, ni la muerte, nos podrá derrotar. Existe una relación de confianza.

Trinidad Ried es presidenta de la Fundación Vínculo