Ianire Angulo Ordorika
Profesora de la Facultad de Teología de la Universidad Loyola

Aprender a depender


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Una caída tonta y unos huesos “blanditos” por los años han sido los causantes de la rotura de hombro de mi madre hace casi dos meses. Eso ha hecho que este verano sea un poco distinto para mi familia. En mi caso, que ya es conocido en este foro mi desagrado por la cocina, os podéis imaginar lo incómodo que ha resultado para mí guisar en terreno ajeno y, encima, supervisada por una matriarca que es capaz de alimentar sin pestañear a todo un regimiento. No es que ella sea una comensal exigente, pero mi inseguridad entre los fogones se multiplicaba por veinte bajo su atenta mirada… por más que luego se deshiciera en alabanzas a mis platos. Ya sabéis que el amor materno es ciego y, según parece, sin paladar.  



Pero esta incomodidad mía resulta anecdótica en relación a lo complicada que ha resultado para ella, que vive sola y es muy autónoma, esta situación. A parte del dolor y de la dificultad que supone la rehabilitación, no solo ha tenido que adquirir destreza con la izquierda, sino que le ha tocado asomarse a un aprendizaje mucho más complejo y que todos, antes o después, tendremos que hacer: aprender a depender.  

Des-aprender toda esa sana independencia

Ir creciendo en madurez implica poder disfrutar de la soledad, estar a gusto en ella y no necesitar de los demás para huir de nosotros mismos. Pero, paradójicamente, también supone sabernos parte de algo mayor, sentir que los otros nos enriquecen y comprender desde dentro que estamos hechos para relacionarnos y establecer vínculos con quienes nos rodean. La ironía es que, sin que sepamos cuándo, llega un momento de nuestra vida en el cual tenemos que des-aprender toda esa sana independencia para aprender a depender de los demás de un modo nuevo.  

Esta no es una lección sencilla. De hecho, el mismo Jesús tuvo que advertirle a Pedro de lo difícil que le resultaría eso de que “otro te ceñirá y te llevará adonde tú no quieras” (Jn 21,18). Un hombro roto, un accidente, una enfermedad, la edad o cualquier otro imprevisto son motivos para ayudarnos a descubrir el valor de sabernos frágiles y dejarnos cuidar. La vida (y Dios en ella) se empeña en recordarnos así la importancia de soltar las riendas y confiarnos a otros. Quizá de este modo vayamos aprendiendo en la práctica a abandonar nuestra existencia en las Buenas Manos de Dios.