Aclaro que no es cuestión de tatuajes marineros o militares, pues este título nos puede llevar a pensar erróneamente en un corazón tatuado, en el pecho o en un brazo, de un fornido muchacho, con una banda escrita que dice “amor de madre”. Pero no.
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Hace ya varios años, un joven amigo de más de 25 años, vino a visitarme con otro joven que coincidía que también era mi amigo. Mientras terminamos un pollo asado en la cocina, me sueltan que salían juntos y que en su horizonte estaba casarse. Noticia inesperada por todos sus ángulos. Cuando nos vemos –una, dos o tres veces al año–, comemos juntos, tenemos largas sobremesas y hablamos de corazón a corazón.
“Quiero a la Iglesia como quiero a mi madre”, decía de una manera contundente y expresándose vivamente con las manos. “Igual que con mi madre, tampoco estoy de acuerdo en muchas cosas con ella, discutimos mucho y me enfado, pero al final, cuando vuelvo a casa, ella está allí, esperándome, como si no hubiera pasado nada. Siempre la puerta abierta. Es mi madre y el amor está por encima de nuestras ideas de las cosas o de nuestras creencias”. El otro asentía.
Quizás no me comprenda, pero me quiere y me acoge. Al principio, fue duro, me miraba de soslayo y suspiraba. Evitaba hablar conmigo. Me preguntaba cosas baladíes, como para no soportar el frío de un silencio que se cortaba. Después fue preguntando por mis proyectos en la vida, sin cambiar de idea, pero respetando la mía. ¿Dónde habéis estado? ¿Cómo os ha ido? ¿Estás feliz? Una madre como Dios manda no echa de casa a su hijo porque piense y viva distinto a ella.
El encuentro, el diálogo, la escucha, las preguntas, y por qué no la mirada y los silencios, son necesarias. Cuando hablamos, les miro a los ojos y, de reojo, miro al otro compañero, pues comparten el mismo pan. Muchas veces, sin tiras ni aflojas, al hablar con ellos, he llegado a sentir ternura, como la misericordia entrañable, la misma de nuestro Dios, supongo.
“¿Quién soy yo para juzgar?”
Aquella frase del papa Francisco, “¿quién soy yo para juzgar?”, nos ha hecho mucho daño a los que nos creíamos seguros de nosotros mismos. Se ha abierto una brecha en la dureza del corazón y hemos sentido la fractura en la línea de flotación. Ellos siguen celebrando en su parroquia, comparten la pastoral con un grupo joven, se implican en las misiones de una congregación femenina, participan de la religiosidad popular de sus hermandades…
Y yo venga a dar vueltas con la entrañable misericordia de Dios y la mirada empática del samaritano, venga a dar vueltas con el amor de una madre. ¡Ánimo y adelante!