No es algo que me suceda con frecuencia, pero hace unas semanas recibí un anónimo. Hemos visto demasiadas películas de intriga como para que esta afirmación nos ponga en guardia y nos alerte, pero en este caso no hay motivo. La carta que recibí, sin firma ni remite, comenzaba diciendo: “Carta de una madre destrozada”. En un par de folios esa mujer, sin rostro ni nombre, me va relatando cómo su hijo, un adolescente normal, decidió suicidarse sin que nadie a su alrededor lo pudiera sospechar. Como dice el texto, él se fue “sin hablar con nadie, sin pedir consejo, sin desahogarse”.
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La carta cuenta que solo cuando recibieron el mazazo de esta noticia fue cuando conocieron que en su región hay entre siete y nueve intentos de suicidio cada día. Solo entonces conocieron que estaban ante una epidemia acallada, de esas que, con la ingenua pretensión de no alarmar a nadie, va extendiéndose en silencio, sin que nadie pueda prepararse para prevenir o, al menos, para percatarse de los pequeños signos de que algo no va bien.
Esa carta lleva, desde que la recibí, acompañándome junto al ordenador en el despacho, pero también me acompaña como banda sonora que me recuerda cuánto sufrimiento callado nos rodea, por más que no seamos conscientes de ello. No solo el de quienes no encuentran otra salida que el bajarse de una existencia que no pueden vivir sin sufrimiento. También la agonía en vida de quienes tienen que aprender a vivir con situaciones tan difíciles de sobrellevar. Aun así, permitir que las penas de otros nos afecten nos acerca a Dios, pues Él, como ora el salmista, ha “visto la pena y la tristeza, las miras y las tomas en tu mano” (Sal 10,14a).
Además, dejar que estos y otros dolores ajenos nos acompañen nos permite comprender la esperanza, esa que avivamos en Adviento, de una manera diversa. Tengo la intuición de que solo cuando nos dejamos afectar y rodear por la oscuridad, por mucho que nos pueda complicar la vida, podemos intuir lo que implica ir encendiendo las frágiles velas de una corona de Adviento. Las tinieblas, por más fuertes que parezcan, son incapaces de vencer la luz, por muy frágil que nos resulte una trémula llama. Al fin y al cabo, esta certeza es la que nos preparamos a celebrar en Navidad (cf. Jn 1,4-5).
Una vida renovada
La llamada a la alegría, que se repite con tanta fuerza en esta semana, resuena de modo muy diverso cuando nos hacemos cargo del dolor de tantos y no nos resulta indiferente. Eso sí, se percibe desde una profundidad y una hondura que se aleja de la risa fácil y que no tiene miedo a mirar cara a cara a la oscuridad. Es entonces cuando se anhela con más fuerza que el Señor cumpla su promesa y podamos ver cómo “el desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá” (Is 35,1). Ser testigo de la vida renovada que brota del sufrimiento no es fruto del propio esfuerzo, sino de un Dios que, aunque sea misteriosamente, no se desentiende de nadie, mucho menos de esa madre anónima que me escribió una carta.

