Hay decisiones que no se toman con la cabeza ni con la estrategia, sino con una fibra más honda, esa que solo vibra cuando un lugar —herido, frágil, vulnerable— se ha convertido en parte de la sangre. Elie pertenece a esa estirpe rara: jóvenes que, pudiendo marcharse, deciden quedarse. Que, en medio del derrumbe de un país agotado, escuchan una voz interior que dice: “Todavía me necesitas”.
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Tras años de sacrificios para pagar su educación, vio sus sueños evaporarse en el colapso económico del Líbano. Lo perdió todo: ahorros, horizonte, promesas. Y sin embargo, cuando todos le sugerían volar lejos, él pronunció la frase que se ha vuelto un aldabonazo profético para un mundo que normaliza el éxodo: “¿Cómo podría irme mientras mi país sufre?”
Esta pregunta —simple, luminosa, desobediente— debería figurar en los tratados internacionales sobre migración. Porque la dignidad humana no se juega solo en la libertad de abandonar un lugar, sino también en la libertad de permanecer. El derecho a emigrar y el derecho a no emigrar: dos alas de la misma justicia.
Elie se quedó no por resignación, sino por responsabilidad; no por miedo, sino por amor. Se quedó porque entendió que su presencia, aunque pequeña, es necesaria; porque alguien tiene que sostener los escombros desde dentro para que la Casa común no colapse definitivamente. Se quedó porque el país doliente no es una carga, sino un rostro amado.
Construir futuro
En su gesto, aparentemente inútil, tiembla una verdad antigua: quienes permanecen también construyen futuro. Los que se quedan guardan la memoria, sostienen la convivencia, recosen las heridas del barrio, de la escuela, de la familia. No son héroes: son raíces. Y sin raíces, cualquier pueblo se convierte en desierto.
Por eso el Papa León XIV miró a los jóvenes libaneses y les dijo que ya son presente, que ya están construyendo futuro con las manos que sanan, las que organizan, las que sueñan contra toda esperanza. En un país marcado por la fuga forzada, ese mensaje suena a agua fresca. Les recordó que la verdadera resistencia no es la violencia, sino el amor que cura las heridas propias y ajenas.
Como los cedros bíblicos del Líbano: fuerza, grandeza y durabilidad, pero también nobleza, presencia de Dios y justicia. Usado en la construcción del Templo de Salomón por su madera fuerte y valiosa, y referencia para las personas justas que permanecen firmes en sus convicciones.
Elie, tu decisión ilumina nuestro tiempo. En un mundo donde millones migran porque no les queda otra opción, tu gesto denuncia silenciosamente a quienes obligan a la gente a marcharse por hambre, pobreza, persecución o guerra. Su permanencia es una protesta y a la vez una promesa: protesta contra la injusticia que quiebra vidas; promesa de que otro Líbano —y otro mundo— todavía es posible.
“¿Cómo podría irme mientras mi país sufre?”
No es romanticismo. No es terquedad.
Es la voz de un corazón adulto que reconoce su misión.
En esa pregunta, luminosa como una llama pequeña en un valle oscuro, se resume el evangelio de un pueblo que resiste con amor. Y quizá también la brújula para todos nosotros: quedarnos, allí donde estemos, mientras alguien sufra, para que la esperanza no se quede sola.
