Dice la antigua sabiduría latina que “la corrupción de los mejores es la peor”. No porque duela más en las estadísticas —esas cifras frías que parecen amortiguar el impacto—, sino porque hiere el corazón mismo de la esperanza.
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Ser “los mejores”, en el sentido evangélico, no significa ser superiores, sino ser responsables de que el Evangelio no pierda su carne en la intemperie del mundo y de sostener la dignidad allí donde otros la negocian. No basta con creer; el cristiano que actúa en la vida pública debe transformar con su ejemplo el paisaje de la justicia y la esperanza.
La presencia cristiana en lo público es un recordatorio constante de que la ética y la justicia no son opcionales, sino exigencias del alma colectiva.
Cuando un cristiano, que debería ser faro, se convierte en sombra; cuando quien recibió la sal de la tierra la deja humedecerse hasta perder sabor; cuando el discípulo que conoció la verdad se acostumbra al gris de la mentira, entonces se produce el terremoto interior más profundo: el derrumbe de la coherencia.
La corrupción de un cristiano no es solo un pecado moral, sino una traición espiritual, una grieta en la vocación más íntima: custodiar una luz que no le pertenece, transparentar una verdad que lo supera. Y cuando esa luz se apaga bajo la mesa del interés, cuando esa verdad se negocia en los pasillos del poder, se rompe el pacto silencioso con Aquel que caminó sin atajos.
Cristo no conoció la mentira, ni la doble contabilidad, ni los privilegios que se compran con silencios. Su camino fue recto, áspero y liberador. Y, sin embargo, sus discípulos de hoy
—en tantos espacios, en tantos niveles— parece que saltan la valla de los principios cristianos para ganar un beneficio pequeño, una ventaja rápida, un lugar de influencia. La tentación del atajo, antigua como el desierto, vuelve siempre con disfraces nuevos.
La Iglesia, cuerpo vivo y frágil, lleva en su memoria nombres luminosos, pero también sombras. No se trata de juzgar, sino de comprender que la corrupción espiritual desorienta a los pequeños, desanima a los que creen aún en la posibilidad de una justicia distinta, hiere la credibilidad del Evangelio cuando este intenta abrirse paso en un mundo saturado de sospechas.
Pero esta reflexión no queda en lo abstracto. En la España de noviembre de 2025, esta frase —’corruptio optimi pessima’— resuena con una actualidad dolorosa, porque la corrupción política y económica no es una metáfora: es un fenómeno que desgasta la convivencia, retrasa la justicia y fractura el alma colectiva.
El dolor de lo real: corrupción en la España actual
- Un país con la transparencia en hora baja
Indicadores internacionales señalan que España ha experimentado un deterioro en la percepción de la honestidad institucional, registrando uno de los peores niveles de transparencia de las últimas décadas. No es solo una cuestión de datos: es la sensación extendida de que la corrupción se ha hecho demasiado familiar. - Recomendaciones que no terminan de cumplirse
Los organismos europeos especializados en integridad pública continúan señalando que persisten importantes recomendaciones sin implementar, especialmente en lo relativo al control de financiación política, la fiscalización del gasto y la prevención de conflictos de intereses. - Casos políticos que golpean la credibilidad
- En los últimos meses han salido a la luz investigaciones que afectan a antiguos responsables de áreas clave del Estado, señalados por posibles vínculos irregulares con grandes empresas y la sospecha de haber favorecido intereses privados desde sus cargos públicos.
- También figuras muy próximas a la jefatura del Gobierno se han visto envueltas en acusaciones de mala gestión de fondos y presuntas irregularidades económicas, alimentando la convicción de que la corrupción no distingue colores ni ideologías.
- Como reacción, el Ejecutivo dentro de los muchos anuncios que hace, ofrece desde julio de 2025 un nuevo plan estatal contra la corrupción,
- Por sensibilidad personal a todo ello se suma la preocupación por prácticas opacas en políticas migratorias. Son territorios donde la falta de transparencia duele más, porque se combina con la vulnerabilidad extrema de quienes llegan a nuestras costas buscando un lugar seguro.
- Una sociedad cansada de excusas
El malestar ciudadano se hace sentir en encuestas, tertulias, calles y familias. No es solo desconfianza: es fatiga moral. La sensación de que la corrupción se ha convertido en un huésped permanente del sistema, al que todos critican pero pocos enfrentan con honestidad radical.
Cristianos en tiempos de sombra: el desafío de ser luz
En este paisaje, el cristiano tiene un papel incómodo y necesario. No está llamado a encerrarse en su templo, sino a encender la lámpara de la integridad allí donde la corrupción amenaza con volverse normal. Y cuando el cristiano se acomoda, se calla, se beneficia o mira hacia otro lado, la frase latina se vuelve acusación: la corrupción de los mejores es la peor, porque oscurece la posibilidad del bien común.
Ser “los mejores”, en el sentido evangélico, no significa ser superiores, sino ser responsables, decía al principio. Ser testigos de una luz que reclama transparencia, justicia, servicio y coherencia. Un cristiano que participa en la corrupción —o que la tolera— no solo cae: arrastra consigo la credibilidad del Evangelio que dice defender.
Pero nunca es tarde para recuperar el camino. La verdad no se extingue del todo en quien la conoció; puede volverse brasa, pero espera un soplo de sinceridad. La corrupción no es destino: es desviación. Y mientras haya Evangelio, habrá siempre posibilidad de regreso, de reconstrucción y de integridad.
Que esta frase antigua siga resonando como advertencia, pero también como promesa: que la corrupción – también la de los mejores- sea la peor porque está destinada a no tener la última palabra.
