Tengo una amiga que siempre me dice que “mi marido” tiene un humor muy curioso, a veces tirando a negro. No seré yo la que valore el tipo de humor que caracteriza a Dios, pero sí que puedo constatar que lo tiene. El caso es que me he acordado de este comentario durante la celebración de este pasado domingo. Lo primero de todo es que justo se proclamaba ese texto de Pablo en el que se dice con rotundidad eso de que “el que no trabaje, que no coma” (2Tes 3,10), y justo estaba presente algunos miembros de una institución religiosa relativamente reciente que, entre otras cosas, se caracterizan por “vivir de la providencia” y no trabajar. Me ha resultado inevitable que me brotara una sonrisilla, no solo porque ese versículo me recuerda cuánto tengo que trabajar yo, que resulta más económico hacerme un traje que invitarme a comer, sino también porque me preguntaba cómo resonarían esas palabras en los oídos de las personas que tenía delante.
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Ironías
Otra casualidad (o ironía divina, según los ojos con los que se mire) ha sido que se celebrara la jornada mundial de los pobres cuando yo llevaba todo el fin de semana dándole vueltas a una ideología de tintes religiosos que se extiende peligrosamente por muchas partes del mundo. La llamada “teología de la prosperidad”, en sencillo, es la que se encuentra detrás de muchos de esos telepredicadores o líderes religiosos que difunden la convicción de que la fe se expresa donándoles dinero y que, como la fe todo lo puede y Dios devuelve “el ciento por uno” (cf. Mc 10,29-30), te aseguras salud y riqueza en tu vida… y, si no es así, es porque tu fe es aún muy pequeñita y necesitas evidenciar que la tienes con más donaciones. Os podéis imaginar el contraste que supone celebrar comunitariamente que los pobres son los preferidos de Dios y que comprometernos con ellos es dejarnos encontrar por Él.
En medio de estas “bromitas” que el Señor me ha hecho este domingo, no puedo evitar que me brote el asombro renovado por la infinita capacidad que tenemos de “domesticar” al Señor y su Palabra. Me temo que ninguno de nosotros estamos libres de esta destreza para hacer oídos sordos a aquellos textos que más nos incomodan, a interpretar otros amoldándolos a nuestros intereses personales, por muy piadosos y buenos que puedan parecer estos. Nos hace bien esa sana actitud de sospecha ante nuestra manera de emplear el discurso religioso, vaya a ser que, en nombre del mismo Dios, acabemos amordazándole y difuminando su capacidad para interpelarnos… y acabemos inmunizándonos a su humor y dejando de coger sus bromas.

