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José Luis Pinilla
Horizontes abiertos y presidente de CONFER-ALCALA. Grupos Loyola

“Qué alegría, vivir sintiéndose vivido”


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“Qué alegría,
vivir sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo”.

Pedro Salinas, ‘Qué alegría vivir…’, del libro ‘La voz a ti debida’ (1933)



La hondura de un verso

Qué misterio tan grande encierra este texto de Pedro Salinas. Qué hondura luminosa en esa certeza: “Vivir sintiéndose vivido”. No es una simple expresión de amor humano, sino una revelación del alma cuando el tiempo se ha decantado y el corazón ha aprendido el arte de la entrega.

Cuando los años ya no se cuentan con urgencia, sino con gratitud. Cuando el reloj no marca solo las horas, sino la hondura de lo vivido.

La madurez del alma

Asaltando la valla de los 77 años —dicen que es número completo, número sabio—, la vida ya no se mide por la cantidad de días, sino por la densidad del ser que uno sigue buscando tras los años agitados. Es entonces cuando uno empieza a comprender que no ha sido el protagonista absoluto de su historia, sino un caminante acompañado, un instrumento tocado por manos invisibles.

Hay una ternura nueva que, naciendo en la madurez última, es como una delicadeza que se parece al amanecer después de muchas tormentas. Quien ha llegado hasta aquí ya no corre, no persigue, no exige. Se detiene. Respira. Y reconoce que la vida —esa corriente que lo ha llevado por ríos de júbilo y de pérdida— no era una propiedad, sino una presencia que lo habitaba desde siempre.

Porque, en verdad, “otro ser, fuera de mí, muy lejos, me está viviendo”. Ese “otro” no es solo el amor humano, aunque también. Es el Misterio, el que vive en nosotros sin que sepamos nombrarlo. El que nos sostiene incluso cuando todo parece derrumbarse. El que ha tejido con paciencia nuestras cicatrices hasta convertirlas en surcos de luz.

Por eso es tan importante la amistad y la relación con los otros. Incluso con los “más otros”, es decir con los diversos… que nos ayudan a relacionarnos con el Otro con mayúscula.

El alma que se vuelve casa

A esa edad, el alma se percibe más transparente. Quizás porque a ella se le dedica ahora una atención más prolongada. Ya no necesita máscaras ni títulos. Y te invita pacientemente a descubrir el camino hacia lo esencial, a lo que era invisible desde el principio. Y sonríe —una sonrisa leve, casi de niño— al comprender que todo lo que se buscaba con tanto afán estaba, en realidad, dentro: en la mirada de los niños (¡tengo unos sobrinos preciosos!) , en el silencio de la oración, en el pan compartido, en la herida que enseñó a amar. En la entrega vocacional que llama hasta dar la vida en todo. Fue mi llamada ignaciana torpemente respondida. Y , aún ahora,  y como siempre…deseada.

El paso de la vida se parece al paso del mar sobre la arena: deja huellas que no duran, pero transforman. Las pérdidas, que antes dolían como cuchillos, ahora resplandecen como revelaciones. Las ausencias se vuelven presencias silenciosas. Y los que marcharon, en lugar de ser sombras, se transforman. Algunos de ellos en Compañía de Jesús definitivamente. Es que Dios quiere que vivamos el ayer no tanto como el fracaso que a veces te invade en el recuerdo melancólico. Como un ayer sin vuelta de hoja. Sino como experiencia agradecida por los dones recibidos.

Vivir 77 años es aprender a mirar hacia atrás con ternura y hacia adelante con confianza. Saber que el futuro ya no es un territorio de conquista, sino un umbral de comunión. Hacia la comunión final. Filialmente acogida por la paternidad benevolente del Dios y Padre de Nuestro Señor Jesucristo.

El don de la comunidad

En medio de esa serenidad, brilla la riqueza de la vida compartida en comunidad: donde la fe se hace amistad, palabra, pan y servicio. Y búsqueda compartida que también quiere salir hacia el afuera que nos reta y convoca.

Allí, entre hermanos y hermanas que buscan juntos – a su manera- el rostro de Dios, la vida se ensancha y se llena de sentido. Porque la fe compartida enseña que nadie se salva solo, que el amor se multiplica al repartirlo, que el Espíritu sopla más fuerte cuando varios corazones laten al unísono.

En comunidad, el creyente descubre que sigue siendo vivido: por Dios, por los otros, débiles como yo, o ciertamente más fuertes (¡seguro!). Vivido también por la historia que continúa. Cada encuentro, cada oración compartida, cada gesto solidario renueva la certeza de que la vida no se apaga, sino que se entrega y florece.

El fruto del tiempo

El cuerpo envejece, sí. La piel se vuelve un mapa donde están escritas todas las estaciones. Pero el alma se afina, se vuelve más liviana, más musical… Es como si en la orquesta de la existencia solo quedara el sonido del violín más puro, el que toca una melodía antigua y nueva a la vez: “La alegría de haber sido vivido”.

El anciano sabio, el que ha aprendido a callar, no habla de sí mismo: habla del amor que lo ha habitado. Habla de un Dios que no se impone, sino que susurra. Por ejemplo cuando se llena, susurrando “buenos días” al contemplar el jardín tras la ventana. Se siente poseído de una Presencia que no exige, sino que acompaña. Aunque solo sea un latido de vez en cuando, se trata de un Misterio que, a través de la fragilidad, revela la eternidad.

Gracias Cubos De Madera

La oración final

Al final, todo se resume en una palabra que es oración: gracias.

Gracias por la vida y por la Vida.
Gracias por haber sido vivido por el Amor.
Gracias por la comunidad que sostiene, por el Pueblo de Dios que acompaña, por los hermanos que siguen caminando.
Gracias por existir un día más, sabiendo que nada se pierde, que todo vuelve, que todo se cumple.

Y quizás —solo quizás—, al llegar a esa edad, uno comprende que la eternidad ha comenzado ya de alguna manera. Distintamente. Diferente en cada año, en  cada día y en cada década, en cada instante vivido que tantas veces nos parecía rutinario, aburrido y monótono. Que vivir sintiéndose vivido es el primer paso hacia la plenitud del Reino. Que no hay distancia entre el cielo y la tierra, sino una respiración compartida.

Qué alegría, entonces, llegar a los 77 y poder decirlo sin nostalgia, con la serenidad de quien lo sabe de veras:

“Vivo, porque estoy siendo vivido”.